Carlos Fuentes
Han pasado algunos meses, sin embargo, la sensación
permanece; todavía no aceptamos plenamente el acontecimiento. La muerte de
Carlos Fuentes fue, en muchos sentidos,
una sorpresa para la comunidad cultural iberoamericana; pero quizá fue
más sorpresiva para él mismo. Fuentes no pensaba ni en la muerte ni el pasado
(salvo como asuntos literarios). No se dio tiempo de percatarse de su propio envejecimiento, si acaso lo tomó como un desafió deportivo: un
ejercicio de resistencia. Tenía 83 años, pero no se ocupaba de las convenciones
de la edad: postergaba la partida aporreando su máquina de escribir. Durante casi sesenta años, Fuentes había sido
una presencia palpable. Ahí estaban sus obras monumentales, su férrea
disciplina (escribía a diario, desde el alba hasta el mediodía), su vida
pública, sus errores y sus aciertos. Era la viva personificación, para bien y
para mal, de la profesionalización del escritor latinoamericano. Un nuevo tipo
de intelectual que daba por hecho la mayoría de edad de la cultura
latinoamericana y no se conformaba con reproducir comportamientos folclóricos: un
personaje altivo que entró sin permiso ni invitación al Banquete de la Civilización y se
dispuso a hablar.
Porque para Fuentes todo era
digno de reflexión y exposición. Y eso lo confirmamos ahora, cuando, después de
la sorpresa, asimilamos la dimensión de la pérdida. Fuentes es un universo
literario propio, con sus logros y sus fallas, sus montañas y sus abismos. En cualquier caso, su escritura fue una
apuesta total, y nunca se quedó a medio camino. Desde la aparición de Los
días enmascarados en 1954 hasta la fallida novela corta Vlad (2009) no
hay medias tintas. La fuerza de su voz narrativa fue su signo, su emblema: la
distinción al iniciar su carrera y el principal motivo del rechazo de sus pares
actuales.
La
irrupción de Fuentes en el “mundillo” literario mexicano de los años cincuenta
fue, en cierto sentido, estrepitosa. La narrativa estaba apenas dando sus
primeras señales de evolución: en 1947 Agustín Yáñez había publicado Al filo del agua; un poco después Juan
José Arreola comenzaba a publicar sus relatos fantásticos; y para la primera
mitad de la siguiente década Juan Rulfo confeccionaba sus dos obras inmortales.
Fuera de eso, sin embargo, la mexicana era, podríamos afirmar sin caer en la
exageración, una literatura
“provinciana”, de corto alcance. La
región más transparente (1958) reinstaló a la ciudad de México como
posibilidad expresiva y como modelo de experimentación formal (antes de él,
sólo los poetas modernistas finiseculares y esos escritores de vanguardia,
conocidos como “Contemporáneos”, en la
década del veinte, se habían ocupado de
ella, aunque de manera eufórica y festiva: era, para ellos, el espacio de la modernidad). La novela
expone, como nunca antes, la gran
contradicción entre los proyectos modernizadores de los gobiernos
posrevolucionarios y la heterogeneidad cultural. Infinidad de capas temporales
sobrepuestas. La historia mexicana como un gran ejercicio de ficción y de
imaginación barroca. La primera novela de Fuentes lo reveló como un escritor
arriesgado y de vasto aliento, aun cuando su segunda entrega, Las buenas conciencias (1959), tuviera
una factura mucho más tradicional (pero ejecutada con gran maestría). Era un
camino sin retorno.
Vinieron
enseguida tres grandes trabajos que marcarían su carrera: Aura (1962), La muerte de
Artemio Cruz (1962) y Cantar de
ciegos (1964). Tres registros de la narrativa: el relato, la novela y el
cuento. Y Fuentes, como atleta de alto rendimiento, acertó en los tres. Sus constantes eran la variación y la confianza en su propia
voz.
Ese
despliegue escritural coincidió con el “reacomodo” de las literaturas
hispanoamericanas en el orbe occidental. El llamado Boom se conformó de narradores que, como Fuentes, estaban haciendo
uso (apropiando) diversas tradiciones literarias y artísticas de Occidente, y al hacerlo renovaban el género.
La
confianza de Fuentes se trasladó al ensayo (un territorio más propicio para la
intuición y la duda), donde comenzó a
trabajar, de manera más o menos sistemática,
una serie de ideas en torno a la
cultura y la historia de México y América Latina. La nueva novela hispanoamericana (1969), Tiempo mexicano (1971) o Valiente
mundo nuevo (1990) demostraron su
vitalidad como lector, pero a veces cayeron en afirmaciones y “certezas” que
endurecieron su prosa ensayística. El deseo de establecer la universalidad de
nuestras culturas lo hizo perder de vista ciertas particularidades
fundamentales.
Esa
voluntad totalizadora impregnó la última etapa de su vida creativa (de Cristóbal nonato -1987- a sus últimas
publicaciones). Fuentes quería decirlo todo y decirlo en un solo instante. Sin
embargo, el ámbito literario había cambiado. Ya no eran los días de la
experimentación formal del Boom (donde
los principales narradores “marcaban” la pauta para el posterior desarrollo de
la industria editorial). Ahora la literatura latinoamericana estaba más
expuesta a las demandas del mercado y Fuentes
no pudo librar y ganar todas las batallas entre las necesidades creativas y
las imposiciones mercantiles.
Lo
destacable fue que no claudicó, que no
se durmió en su fama. Una y otra vez volvió a correr riesgos (un comportamiento
inusual para la mayoría de sus nuevos colegas, atenidos a las expectativas de
las industrias culturales); una y otra
vez dijo lo que pensaba y trató de actuar en consecuencia. Para unos era ya un
personaje anacrónico; para otros una figura totémica. En realidad nunca dejó de
ser lo que fue: un escritor de tiempo completo. Un escritor al que echaremos de menos.
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