lunes, noviembre 19, 2012

Carlos Fuentes



Han pasado algunos meses, sin embargo, la sensación permanece; todavía no aceptamos plenamente el acontecimiento. La muerte de Carlos Fuentes fue, en muchos sentidos,  una sorpresa para la comunidad cultural iberoamericana; pero quizá fue más sorpresiva para él mismo. Fuentes no pensaba ni en la muerte ni el pasado (salvo como asuntos literarios). No se dio tiempo de percatarse de su  propio envejecimiento, si acaso  lo tomó como un desafió deportivo: un ejercicio de resistencia. Tenía 83 años, pero no se ocupaba de las convenciones de la edad: postergaba la partida aporreando su máquina de escribir.  Durante casi sesenta años, Fuentes había sido una presencia palpable. Ahí estaban sus obras monumentales, su férrea disciplina (escribía a diario, desde el alba hasta el mediodía), su vida pública, sus errores y sus aciertos. Era la viva personificación, para bien y para mal, de la profesionalización del escritor latinoamericano. Un nuevo tipo de intelectual que daba por hecho la mayoría de edad de la cultura latinoamericana y no se conformaba con reproducir comportamientos folclóricos: un personaje altivo que entró sin permiso ni invitación al Banquete de la Civilización y se dispuso a hablar.
Porque para Fuentes todo era digno de reflexión y exposición. Y eso lo confirmamos ahora, cuando, después de la sorpresa, asimilamos la dimensión de la pérdida. Fuentes es un universo literario propio, con sus logros y sus fallas, sus montañas y sus abismos.  En cualquier caso, su escritura fue una apuesta total, y nunca se quedó a medio camino. Desde la aparición de Los días enmascarados en 1954 hasta la fallida novela corta Vlad (2009) no hay medias tintas. La fuerza de su voz narrativa fue su signo, su emblema: la distinción al iniciar su carrera y el principal motivo del rechazo de sus pares actuales.
            La irrupción de Fuentes en el “mundillo” literario mexicano de los años cincuenta fue, en cierto sentido, estrepitosa. La narrativa estaba apenas dando sus primeras señales de evolución: en 1947 Agustín Yáñez había publicado Al filo del agua; un poco después Juan José Arreola comenzaba a publicar sus relatos fantásticos; y para la primera mitad de la siguiente década Juan Rulfo confeccionaba sus dos obras inmortales. Fuera de eso, sin embargo, la mexicana era, podríamos afirmar sin caer en la exageración,  una literatura “provinciana”, de corto alcance. La región más transparente (1958) reinstaló a la ciudad de México como posibilidad expresiva y como modelo de experimentación formal (antes de él, sólo los poetas modernistas finiseculares y esos escritores de vanguardia, conocidos como  “Contemporáneos”, en la década del veinte,  se habían ocupado de ella, aunque de manera eufórica y festiva: era, para ellos,  el espacio de la modernidad). La novela expone, como nunca antes,  la gran contradicción entre los proyectos modernizadores de los gobiernos posrevolucionarios y la heterogeneidad cultural. Infinidad de capas temporales sobrepuestas. La historia mexicana como un gran ejercicio de ficción y de imaginación barroca. La primera novela de Fuentes lo reveló como un escritor arriesgado y de vasto aliento, aun cuando su segunda entrega, Las buenas conciencias (1959), tuviera una factura mucho más tradicional (pero ejecutada con gran maestría). Era un camino sin retorno.
            Vinieron enseguida tres grandes trabajos que marcarían su carrera: Aura (1962), La muerte de Artemio Cruz (1962) y Cantar de ciegos (1964). Tres registros de la narrativa: el relato, la novela y el cuento. Y Fuentes, como atleta de alto rendimiento,  acertó en los tres. Sus constantes  eran la variación y la confianza en su propia voz.
            Ese despliegue escritural coincidió con el “reacomodo” de las literaturas hispanoamericanas en el orbe occidental. El llamado Boom se conformó de narradores que, como Fuentes, estaban haciendo uso (apropiando) diversas tradiciones literarias y artísticas de  Occidente, y al hacerlo renovaban el género.
            La confianza de Fuentes se trasladó al ensayo (un territorio más propicio para la intuición y la duda), donde comenzó  a trabajar, de manera más o menos sistemática,   una serie de ideas en torno a la cultura y la historia de México y América Latina. La nueva novela hispanoamericana (1969), Tiempo mexicano (1971) o Valiente mundo nuevo (1990)  demostraron su vitalidad como lector, pero a veces cayeron en afirmaciones y “certezas” que endurecieron su prosa ensayística. El deseo de establecer la universalidad de nuestras culturas lo hizo perder de vista ciertas particularidades fundamentales.
            Esa voluntad totalizadora impregnó la última etapa de su vida creativa (de Cristóbal nonato -1987- a sus últimas publicaciones). Fuentes quería decirlo todo y decirlo en un solo instante. Sin embargo, el ámbito literario había cambiado. Ya no eran los días de la experimentación formal del Boom (donde los principales narradores “marcaban” la pauta para el posterior desarrollo de la industria editorial). Ahora la literatura latinoamericana estaba más expuesta  a las demandas del mercado y Fuentes no pudo  librar y ganar todas  las batallas entre las necesidades creativas y las imposiciones mercantiles.
            Lo destacable fue que no claudicó,   que  no se durmió en su fama. Una y otra vez volvió a correr riesgos (un comportamiento inusual para la mayoría de sus nuevos colegas, atenidos a las expectativas de las industrias culturales);  una y otra vez dijo lo que pensaba y trató de actuar en consecuencia. Para unos era ya un personaje anacrónico; para otros una figura totémica. En realidad nunca dejó de ser lo que fue: un escritor de tiempo completo.  Un escritor al que echaremos de menos.