martes, mayo 22, 2007

LA CASA PERDIDA: ALFONSO REYES Y MONTERREY

"Consuélate –me dijo-. Acuérdate
que, después de todo, allá
en Monterrey, te queda algo sólido
y definitivo: Tu casa, tu familia
y tu padre.”
Alfonso Reyes: “Oración del
9 de febrero”

Vivir la ciudad; escribir la ciudad. ¡Qué trecho tan largo entre una acción y la otra! La primera implica movimiento continúo, asimilación inconsciente; la segunda, distanciamiento y reinvención (porque, aclaro, describir, o mejor: escribir sobre y desde la ciudad es empeño de cronistas, creadores y memoriosos, bello y tal vez iluso afán fotográfico. Pasión de enamorados no correspondidos). Escribir la ciudad es una forma de palimpsesto, puesto que toda urbe es en sí un texto en perspectiva doble. Y esa dualidad va más allá de la diacronía o trayectoria histórica y del acontecer presente o sincrónico. Escribir la ciudad es leerla y leerse dentro de ella. Encontrar o inventar las raíces profundas que nos atarán a algunas de sus calles, de sus rincones, muy pocos en realidad, porque la ciudad no reconoce a nadie. Es historia de amor y desamor en una sola dirección.
Pero, sobre todo, escribir la ciudad implica necesariamente la experiencia de la modernidad. Esa contradicción insalvable entre progreso y memoria, entre ambición y nostalgia. Se precisa, pues, de un instante de cruenta conciencia. Yo no encuentro mejor ejemplo de tal epifanía, que la relación que Alfonso Reyes comenzó a forjar con el suelo natal a partir de los momentos más aciagos de su vida. Y lo digo teniendo como referencia el espacio vacío que es hoy la otrora casa de Degollado, aquélla sobre la cual nuestro autor confesaba con el corazón el mano: “No he tenido más que una casa. De sus corredores llenos de luna, de sus arcos y columnas, de sus plátanos y naranjos, de sus pájaros y sus aguas corrientes, me acuerdo en éxtasis.” Evocar esas palabras y pararse sobre la plancha de cemento y polvo que ha sepultado para siempre esas paredes, conlleva la sensación contradictoria que animan estas líneas. Con ellas, me gustaría ensayar una lectura a contracorriente y alejarme por un momento de los trillados discursos consagratorios, de esa retórica vana que celebra, sólo por celebrar, la condición regiomontana de Reyes y lee los textos alfonsinos sobre Monterrey como documentos realistas, fieles, y no como la consecuencia de un profundo desequilibrio interior. De allí que no me detenga en la enumeración y descripción de los poemas y ensayos más socorridos. En esta ocasión me quedaré en el reverso.

Reyes “descubre” Monterrey cuando el universo primigenio comienza a desmoronarse. Porque, antes de avanzar irremediablemente al precipicio del destino familiar, el joven Alfonso vive la ciudad, la habita y la incorpora a su descubrimiento del mundo. La vida, entonces, no es complicada para el poeta en ciernes y sin complicaciones accede pronto a los beneficios de su condición. Es el “príncipe” de un reino “doméstico”. Sin embargo, muy pronto descubre, gracias a su perspectiva privilegiada, las limitaciones del entorno. Él lo sabe: su destino está en otra parte. La vocación lo llama y el joven Alfonso la sigue sin dudar. La estrategia es simple: Reyes parte a la ciudad de México a completar sus estudios; la consecuencia, compleja: con ese desplazamiento físico, comienza la transformación interior, la gestación de su vida literaria. De manera literal y a la vez metafórica, se traslada de una provincia a la capital del campo literario. Allá están las modas y las discusiones, los libros y las charlas incendiarias. México es un país alejado de los centros culturales, sí, pero en la capital se puede soñar con ser contemporáneo del mundo, con vivir la hora actual y ser testigo del devenir histórico. Es el momento de la conciencia, del alumbramiento...
El distanciamiento había comenzado. Ya no era habitante de su casa, sino un desconocido que vaga por la gran ciudad. Los posteriores retornos a Monterrey, durante las vacaciones, sólo incrementan ese extrañamiento. La comparación será, a partir de aquí, siempre negativa: pueblo sin libros, sin tradición, sin interlocutores. “En fin - le comentará Reyes a su amigo Pedro Henríquez Ureña, en una de sus primeras cartas escritas desde Monterrey- lo que yo me temía: ya no estoy dentro de casa”. Es cierto, ya ha perdido el hogar, ahora deberá reinventarlo.
La relación con el padre, fundamental en su obra y su vida, también está presente y de manera contundente. Monterrey es, en muchos sentidos, sinónimo del progenitor. Proyección nítida del general. La épica resiente del pueblo se asocia a la biografía de su gobernante. Imposible, para el hijo, no asociar esos dos nombres. La presencia del padre era palpable en la ciudad. Su dinámica actual, su ansia de modernización, tenían la rúbrica de Bernardo Reyes. Nuevos bulevares, fábricas , cárceles y plazas eran extensiones de su presencia. El primer desencuentro de Reyes con su ciudad natal es el inicio del distanciamiento con su padre. Y no hablo aquí solamente de confrontación, sino de diferenciación. La conciencia del hijo implica necesariamente el saberse otro con respecto a su padre. Esta encrucijada sólo puede resolverse con la determinación del camino a seguir. Ser la prolongación del general, o ser el escritor Alfonso Reyes. La decisión parece fácil, pero no por ello es menos dolorosa.
La caída de la estrella política del progenitor es el detonante de la pérdida. El exilio disimulado de 1909 (donde el general cumple un “encargo diplomático” en Francia), o las elecciones de 1910, confirman la decadencia del reyismo. Porfirio Díaz cerró su juego de manipulaciones dejando fuera al gobernador de Nuevo León. Todo será diferente a partir de aquí. “La oración del 9 de febrero” es uno de los documentos más conmovedores de la producción alfonsina. Allí Reyes habla con el corazón en la mano. Imposible no conmoverse ante tal sinceridad. Y sin embargo, el texto sirve también para marcar una diferencia. A su manera, es la respuesta del hijo ante el ejemplo del padre. El General Reyes decidió su destino, su hijo el poeta hará lo propio. Cada cual por su lado obedecerá a su vocación haciéndose cargo de las consecuencias. Pocas ocasiones nos ofrecen tal posibilidad, distinguir nítidamente dos vidas dentro de una misma familia. El hijo evoca la figura del padre a través de la presencia viva del dolor y mediante la invocación de la ciudad. Difícilmente encontraremos escritura más intensa. Reyes posee el don, o la maldición, de Casandra. Es capaz de advertir el cruento desenlace, pero nadie parece escucharlo (su padre menos que nadie). Es la dolorosa ironía de la inteligencia. Su condición de sujeto moderno lo hace saber. Él está enterado: el tiempo político de su padre ha terminado. “Él me llevaba más de cuarenta años, y se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para literato.” Estas palabras, tomadas de la “Oración del 9 d febrero”, anuncian el fracaso: el fallido intento de convencer al padre de dejar la vida pública y retirarse a escribir sus memorias. El general, a su modo, le dará la última lección a su hijo: la consecuencia entre vida y obra. Morirá cumpliendo su destino.
A través de los espacios natales y la figura paterna, Reyes construye su identidad y la confronta con su condición de sujeto nacional. Lo mexicano es en él una etapa intermedia entre lo local y lo universal. Gran lección: la identidad es un amplio espectro que admite todo tipo de reconocimiento y rechaza cualquier imposición de corte esencialista o racial. Somos nosotros, los individuos, los que tenemos el derecho de identificarnos con nuestros pares, de discernir y discutir con ellos. En varias ocasiones, el autor de Visión de Anáhuac hablará de la necesidad de que nuestras sociedades tengan una eficiente circulación interna y una eficiente respiración internacional. La nacionalidad es, para él, una forma digna de vecindad en el mundo. Y ello a partir de su relación literaria con Monterrey. Tal experiencia se convierte, así, en un extraordinario manual de civismo internacional. ¡Cuán distinto sería el mundo y su condición actual si hubiésemos ejercido la ciudadanía de la manera en que Reyes la sugiere! No encuentro una frase para definir su condición humana que una tomada del ensayo Ariel de José Enrique Rodó (libro consentido de nuestro autor): “sujeto no mutilado de humanidad”.

Monterrey comienza, pues, a cobrar, en la lectura y la escritura de Alfonso Reyes, dimensiones literarias. Es el paraíso perdido, el efímero reino de la certidumbre y la seguridad. La realidad es un relámpago fulminante: su pasado, su casa y su padre, son ya territorio irremediablemente perdido. Nunca los recuperará, a pesar de la presencia todavía viva del general y la posibilidad del regreso físico al terruño. Tendrá que inventarlo todo en cada trazo, en cada palabra escrita. Monterrey ya no será el remanso vacacional ni la provincia llena de carencias y desencuentros literarios, será una zona sagrada porque ya no pertenece al presente. Será pasado y posibilidad de futuro.
Y todo se incrementó durante esos “días aciagos” que detonaron la redacción de su diario en septiembre de 1911, o tal vez antes, cuando escribió su “Romance de Monterrey” en febrero de ese año. Allí evoca la ciudad y la convierte en su propio origen. Esa “Fábrica de la frontera”, obra, en su lectura, del tesón y la disciplina, bien podría ser un modelo de conducta. Era también el mejor argumento para defender a su padre (de sus enemigos y del propio general, quien estaba a punto de iniciar su disidencia y rechazo a la inminente transformación nacional: la revolución maderista).
A partir del triunfo de Madero, la familia vive literalmente acuartelada, y Reyes aprenderá a dormir con un rifle junto a la cama. El sendero se ha bifurcado. Alfonso es para ese momento el autor de un libro de ensayos. En esa miscelánea de textos se anuncian las diversas facetas de su escritura. Los ensayos son, en conjunto, la descripción de un mapa a seguir. Pero detrás de esas páginas están, el dolor de la incertidumbre y la premonición del desenlace trágico familiar.
A partir de aquí todo se precipita y febrero cae como un huracán negro dejando en su estela desolación y sentimientos encontrados. Reyes supo ver en la muerte de su padre un signo funesto que abarcaba a la nación entera. La partida a Europa en 1913 marca la clausura del país y el renacimiento del espacio natal como soporte ante la adversidad. A partir de aquí, Monterrey (o mejor: la imagen, la creación que esta palabra evocará) será su remanso, la casa perdida en la realidad (y ganada para la literatura) lo acompañará en sus derroteros.
La ciudad ingresa al reino de la memoria y la escritura. Testimonio y creación literarios de extraordinarias dimensiones. Aquí Reyes selecciona los momentos fundamentales en su formación como sujeto moderno y los trasforma en capítulo de una obra universal que tiende a la unidad. Y la memoria parte, como hemos visto, del terruño. La casa paterna, la de campo. Corredores, arcos, sombras, luces y resolanas. Impresiones primigenias que lo acompañarán toda su vida y serán, a un tiempo, los cimientos de su particular visión e interpretación del origen de su condición. Monterrey cobra una significación especial y espacial en la obra de Alfonso Reyes. Ensayo la descripción de una posible evolución, sería así: territorio natural en la niñez, conflictivo en la adolescencia (cuando decide ser, como señalé al principio, un escritor moderno y la ciudad no le ofrece más que un provincialismo evidente) y nostálgico e idílico en la adultez. La ciudad será un referente sustancial en su obra y él se encargará de dotarlo de sentido, de conectarlo con el espacio nacional y el universal.
En tal sentido, no sería arriesgado afirmar que el Monterrey alfonsino no es sino una proyección literaria, ciudad ideal que contrasta con la caótica urbe contemporánea. Manifestación lejana de un deseo de coherencia y armonía. Tal vez esa sea la lectura urgente de la hora actual. Porque detrás de esa invocación constante, se encuentra la historia de nuestro desarrollo moderno, la contradicción de nuestra vecindad de caníbales. Leer esa producción ahora debe o debería representar un desafío: aceptar la tácita protesta alfonsina y buscar el equilibrio entre el progreso y la memoria, combatir la violencia con palabras (ser al mismo tiempo el general y el poeta: acción y reflexión, voluntad y conciencia, fuerza y creación). No podremos nunca reconstruir la casa de Reyes, pero sí evitar que el concreto termine por devorarnos a todos. Y tal vez eso sea ya una ganancia.