lunes, febrero 12, 2007

MONTERREY COMO NUESTRA INVENCIÓN PERMANENTE


Monterrey surgió como una contradicción discursiva. Un trozo de papel –perdido para siempre- designó un territorio ignoto y desolador como “Ciudad Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey”. Desde sus inicios, y hasta nuestros días, la ciudad se ha construido cotidianamente como proyección hacia el futuro. Deseamos ser metropolitanos, pero nuestro sino parece ser la exclusión geográfica y cultural: todo pasa fuera de aquí, y lo que aquí sucede se pierde entre el polvo y la resolana. La “tradición” es el anhelo que los hijos intentan sembrar y cosechar retroactivamente en los recuerdos casi olvidados de los padres y abuelos. Miles de historias de encuentros y desencuentros se pierden a diario y a nadie parece importarle, como si Monterrey no existiera más que en los grandes contratos empresariales o en las actas de nacimiento y defunción. Un nombre para designar el lugar donde se nace y se muere, y nada más.
Es casi irónico: la ciudad exige la invención a diario, precisamos de la fabulación para entender nuestra estancia, nuestra pertenencia a ella, pero no podemos definirla ni mucho menos explicarla. Nuestro gentilicio, “regiomontanos”, es ya un artificio supremo de creación porque queriendo describir la condición existencial de sus habitantes se queda solamente en una maniobra literaria: es la traducción del nombre territorial, una acepción más del mismo espacio ignoto.
Nuestra historia ha sido la obsesión de un puñado de cronistas que se aferraron a su condición de testigos y herederos. No hay vestigios del pasado, sino narraciones en pos de un hilo conductor, de una coherencia pretendida y escurridiza. Los nombres de las calles céntricas honran a los héroes de la Reforma y sepultan las contradicciones locales. ¿Pertenecemos o no a eso que llaman República Mexicana? Y si pertenecemos, ¿de qué manera? Nuestra perspectiva nacional se confunde con las urgencias regionales. Salvo los capitalinos, somos los únicos que anteponemos, conscientes o inconscientemente, el nombre de Monterrey al de México. El interior empieza al sur, allá están el folklore y las costumbres que nos entretienen como turistas y nos sirven para formular nuestras eternas comparaciones.
Pero, ¿dónde empieza y dónde termina Monterrey? Durante más de trescientos años, la cartografía de la ciudad se concentraba en un centro escurridizo y acuático: los Ojos de Agua de Santa Lucía. Edificios que se alzaban y derrumbaban con extrema facilidad, calles que de pronto quedaban desfasadas. Conventos, hospitales pobres y alguna casona con cargo público hacían las veces de referencia y sobre ellas se desarrollaba la apacible vida regiomontana. Las noticias y los libros (el mundo, en pocas palabras) tardaban en llegar y no había otro recurso que la especulación y la reserva. La independencia política de México sólo avivó el debate de la pertenencia. La pluma de nuestro primer autor, fray Servando Teresa de Mier, registró la construcción primigenia de la identidad regiomontana. Allí se aceptó el gentilicio “mexicano” a cambio de respetar la particularidad de lo local (pacto que no se ha cumplido cabalmente).
Los años de formación republicana representaron para Monterrey su primera toma de conciencia. Un liberalismo singular insufló las aventuras políticas y llevó a nuestra ciudad (y al Estado) a una confrontación directa con el más importante proyecto de nación del siglo XIX: la Reforma juarista. Finalmente, la República triunfó y los anhelos de diferenciación fueron fusilados sistemáticamente. La ciudad aceptó su nueva condición, pero no se resignó a la pasividad. El impresionante desarrollo industrial finisecular procuró una modernidad material sin precedentes. Monterrey despertó de pronto con fábricas y obreros y se aprestó a definirse con base en un actividad febril que no siempre iba acompañada de una reflexión pausada. De nuevo la proyección hacia delante sin reparar en lo que dejábamos, en lo que perdíamos irremediablemente.
Así se agigantó Monterrey durante buena parte del siglo XX, con sólo una perspectiva incuestionable y sin hacer mucho caso de las voces y colores que sus escritores y artistas le prodigaban para buscar en ella refugio y reconocimiento. La vida artística y literaria, a pesar de haber sido constante hasta el delirio, no parecía tener cabida en la dinámica del trabajo incesante. Las llamas azules, vomitadas por chimeneas gigantes de acero, garantizaban el progreso sin descanso. Tal vez algún día fuimos metropolitanos, ordenados... y felices, ¿cómo estar seguros?
Pero de pronto todo cambió y nuestra idílica imagen no fue suficiente para tranquilizarnos. Los lugares comunes se desvanecieron. Y ahora los mitos ya no nos satisfacen. La ciudad nos demanda nuevas formas para perpetuarla; también nos exige, sin embargo, memoria y reconstrucción del pasado. Coherencia y consecuencia, en pocas palabras, algo que hasta ahora no hemos tenido ni en lo público ni en lo privado. Parece que por primera vez nuestro tiempo no será el futuro, sino el presente, aunque esto nos obligue a aceptar nuestras defectos y deficiencias.
Monterrey empieza y termina en cado uno de nosotros, en nuestra loca obsesión por reinventarla cada día. Es nuestra proyección inmediata.