viernes, noviembre 03, 2006

CONSPIRADORES

La conspiración puede ser un arte... o una traición (tal vez las dos cosas al mismo tiempo). Pero nunca se realiza sin una determinada idea del tiempo y de la historia (en cualquiera de sus niveles: desde el más particular e insignificante hasta las acciones que detentarán el adjetivo “histórico”). A los conspiradores los une el deseo de transformación y la imaginación liberada. Están conscientes de que pronto dejarán de ser lo que hasta entonces han sido. La vida y la política se convierten en la misma experiencia. Un legado que desde el principio adquiere matices épicos, legendarios. Infinitas son las historias de conspiradores, muchas de ellas permanecerán en el olvido, pues la lectura histórica es impuesta, generalmente, por los vencedores (conspiradores de otra índole). De esa infinidad de posibilidades, a mí me interesan los que conspiran por la libertad (política y artística).
En la historia latinoamericana, la gran era de los conspiradores se concentra en los días álgidos de las luchas independentistas. A lo largo de las dilatadas colonias hispánicas, criollos, mestizos y nativos empezaron a imaginar una transformación radical. Sin duda había intereses económicos de por medio: el control de la administración de los recursos. Pero también deseos de madurez intelectual. Ansias de expresión. Quiero referirme en particular a un grupo de conspiradores; locos geniales que se embarcaron en la más ambiciosa de las empresas: soñar un país único, vasto y con un solo espíritu. Estamos en Londres al despuntar el año de 1812. El “fracaso” de las Cortes de Cádiz y las primeras luchas insurgente habían hecho de la capital británica el refugio y el centro de operaciones de muchos grupos rebeldes. Americanos de todas las regiones llegaban allí para conseguir apoyo del gobierno británico. Los ingleses toleraban la presencia de estos exóticos occidentales pero no se decidan a ayudarlos (no querían estropear su alianza con España en la lucha contra Napoleón). Los conspiradores se vieron de pronto varados en la isla, sin poder regresar a sus regiones. En el número 27 de Grafton Street, hogar de un mítico general venezolano que había peleado en todas las batallas posibles, se reunían entorno de una vasta biblioteca de autores clásicos. Podemos imaginar a los concurrentes: un joven gramático y escritor venezolano, un fraile mexicano propenso a la fuga, un español liberal de sangre irlandesa, y varios militares argentinos. En sus conversaciones delirantes, alimentadas al calor de las lecturas y el licor, evocarían una nación futura, a la cual dotarían de sentido, de profundidad. Cada uno la imaginaba a su modo y la llamaba de manera diversa. La realidad, adversa como suele ser con los soñadores, pronto los haría percatarse de que sus proyectos tardarían en concretarse, muchos aún siguen esperando. Y sin embargo mucho de lo que somos, o pudimos haber sido, fue antes imaginado por ellos, esos conspiradores delirantes. A veces la realidad precisa vitalmente de la ficción, de la conspiración.