lunes, julio 10, 2006

CARTOGRAFÍAS LITERARIAS

Recientemente me mudé a una vieja casa en el centro de la ciudad. Fue un movimiento algo extraño para mí (teniendo en cuenta la tendencia común de escapar de las ciudades y vivir en los cada vez más autosuficientes suburbios), pero poco a poco me voy acostumbrando a la convivencia con personas y negocios de diversa índole: sastrerías, ópticas, zapateros, vendedores de billetes de lotería, librerías de viejo. Habito en una estrecha calle de más de trescientos años de antigüedad, donde el pasado no es monumento sino vestigio presente. Ruinas y fantasmas pueblan las aceras. Me acostumbro a ambos y me entretengo pensando en una curiosa y anacrónica vecindad literaria. Mi casa queda a la mitad del camino que separa los hogares (hoy inexistentes) de dos extraordinarios escritores que vivieron y escribieron de manera opuesta, mas complementaria. Uno nació en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando esta ciudad era un punto perdido en la estepa desértica. Se llamaba Servando Teresa de Mier y fue el más grande mentiroso que ha dado esta región. Su propensión a la ficción le trajo múltiples conflictos con su profesión (era fraile) y su contexto (la Colonia). Sus desventuras lo llevaron a ejercer con gran éxito el arte de la fuga (durante su largo exilio europeo, en los primeros años del siglo XIX, se escapó más de cinco veces de prisión). El otro vino al mundo a finales del siglo XIX, cuando la ciudad se industrializaba de manera desenfrenada. Su nombre: Alfonso Reyes. Sencillo y grafómano, Reyes hizo de la literatura un mundo y pasó toda su vida recorriéndolo. Fue un viajero, un explorador de las letras. Ambos experimentaron en carne propia las transformaciones más radicales de su país: la Independencia y la Revolución. Aparentemente sólo compartían el hecho fortuito de haber nacido en el mismo lugar, y sin embargo había una experiencia que los unía y que yo, a la distancia, trato de entender mientras camino por las calles que ellos recorrieron alguna vez y en tiempos distintos. Los dos lucharon por concretar sus respectivas vocaciones literarias ante el mismo medio adverso. El espacio nativo era un páramo en “territorio bárbaro”, alejado de los centros civilizadores. La ficción literaria era la única salida y los dos se fueron en pos de ella. Por ello no me asombra leer en la correspondencia de Reyes, durante sus tristes días del autoexilio parisino (su padre, importante militar, había muerto en una de las escenas más trágicas de la Revolución, y Reyes, en lugar de quedarse y envilecerse en interminables venganzas políticas, decidió “poner mar de por medio”), sus afanes por encontrar, entre los libreros de la ribera del Sena, la traducción perdida que Servando Teresa de Mier hizo del Atala de Chateaubriand a principios de 1800. Buscaba, en el registro de un par que vivió circunstancias parecidas, el consuelo ante el derrumbe cotidiano (hay ocasiones en que sólo en la literatura encontramos la explicación del mundo). Son los rastros escondidos de la cartografía literaria, ese mapa que cada lector traza y que hoy intento establecer mientras camino de vuelta a casa.