viernes, junio 16, 2006

EL FÚTBOL COMO HISTORIA ALTERNATIVA
Es inevitable: estamos en plena efervescencia futbolera. Hoy en día el fútbol es el negocio más rentable, y basta mirar por más de diez minutos el televisor para ser bombardeados por toda clase de comerciales y noticias referentes a este deporte. Sí, porque todavía, y pésele a quien le pese, el fútbol es deporte, al menos en su esencia primitiva. Uno de los primeros y más firmes pasos para configurar una identidad colectiva (la del barrio, la ciudad o el país). Veintidós personas pateando una pelota, llevándola de un lado a otro con afanes desmedidos: la cosa aparentemente más sencilla del mundo y, sin embargo, de esos traslados azarosos del balón depende la felicidad o el sufrimiento de cientos o miles ( a veces millones) de seres humanos.
La fama del fútbol ha hecho que la vida de sus grandes figuras se convierta inmediatamente en el melodrama más intenso. Era previsible: con frecuencia el pasado del ídolo está lleno de adversidades, privaciones y fuerza de voluntad; allí se describe el paso del llano a los estadios pletóricos de aficionados. Es el típico cuento del éxito, con todos su altibajos (repentina fama, descontrol, pérdida de la fortuna y regreso a la senda del triunfo). Sin embargo, detrás de esos relatos ejemplares hay miles, millones de historias que no se completaron de la manera tradicional. Jugadores excepcionales que se quedaron al lado del camino (por cientos de razones previsibles o no tanto). Historias que compondrían los relatos más originales. De mis recuerdos futboleros de infancia y adolescencia siempre ocupa un lugar preponderante la figura de mi amigo Abraham, al que apodábamos “El Pájaro” (el apelativo se lo ganó el primer día de clases, durante el primer año de la educación primaria. Su madre lo llevó a regañadientes a la escuela, y en cuanto se vio abandonado en el aula, salió literalmente volando por la ventana. Fue el escape más espectacular que un niño de seis años podía presenciar). Evidentemente, la educación no era un asunto que le preocupara mucho, ni tampoco socializar con el resto de los alumnos. Fue necesario que alguien llevara una pelota para jugar a la hora del recreo para que todo cambiara. Durante los siguientes diez años fue nuestro héroe, llevando al equipo de mi barrio a varios campeonatos. Yo, que era un jugador de medio pelo y sin ninguna aspiración profesional, me sentía feliz de poder compartir la cancha y el equipo con él. Pero de pronto llegó el amargo tiempo de las decisiones. Todos tomamos rumbos distintos, sin saber muy bien a dónde dirigirnos, salvo “El Pájaro” que tenía varias ofertas de equipos profesionales. Para nosotros era evidente el futuro de nuestro amigo, por eso nos asombramos tanto cuando, al cabo de un par de años, lo vimos jugando en el potrero del barrio. Súbitamente abandonó la carrera porque le pareció que la profesionalización mataba su gusto por el deporte; decepcionado, montó un negocio de alquiler de películas. Casi nunca lo veo ahora, pero cuando lo encuentro en su tienda, nos ponemos a recordar sus jugadas épicas que ninguna televisora transmitió y recuperamos un poco del pasado (del suyo, del mío y de nuestro barrio).