viernes, abril 14, 2006

PRESENCIAS Y AUSENCIAS SARTREANAS
En uno de tantos encuentros literarios que se realizan a lo largo y ancho de nuestros países se propuso un homenaje a Jean Paul Sartre; la causa: el primer centenario de su nacimiento. Debo añadir un dato: el encuentro convocaba casi en exclusividad a escritores. Todo indicaba una anodina reunión de egos exaltados, pero aquello cambió rápida y drásticamente. Nada más terminar la conferencia inaugural (una revisión apologética de la obra del filósofo y escritor francés), la polémica se desató. Un pequeño y ególatra autor soltó, desde la tribuna, un surtido de improperios contra Sartre: por qué, gritaba, vamos a ocuparnos en nuestros días de un escritor pasado de moda, de un estafador olvidado por el tiempo. No vale la pena invocar aquí –nos sentenció- la presencia del más ausente de los pensadores occidentales del siglo XX. A su queja se unió la “desgarradora” denuncia de una escritora francesa avecindada en nuestras tierras: ¡él engañó a mi generación! ¡Fue un perverso que nos robó las ilusiones de la juventud! ¡Proclamaba el amor y la libertad y era en lo privado un tirano y un infiel! La prensa local por su parte había criticado previamente la organización del encuentro, específicamente la selección de Sartre como tema o como pretexto. Yo, desde las gradas, me preguntaba asombrado cómo puede un escritor levantar tanto odio y tanto rechazo. Sobretodo porque confrontaba la polémica actual con mi propia experiencia: yo había leído con gusto a Sartre durante mis años universitarios y no había encontrado sino a un autor interesante, una mezcla original de filósofo y novelista. Aclaro que siempre lo consideré y lo leí desde su condición de autor literario e intelectual capaz de interpretar los signos de su tiempo y manifestarse, pero hasta allí. Luego caí en la cuenta: los reclamos colectivos provenían de una generación específica, aquella que lo había leído de forma directa y pasional, sin mediación crítica. Los reclamos que se escuchaban ese día en el encuentro se dirigían a ellos mismos: Sartre resultaba el pretexto. Era la lamentación de un etapa de “ingenuidad”, de una creencia ciega en el poder de la reflexión y la crítica. Pero también era la resignación y la aceptación, también ingenua y también ciega, de una parca realidad unidimensional: la época de la globalización. Y sin embargo Sartre se merece una revisión. No porque sus profecías sobre el comunismo fueran falsas, sino porque sus denuncias de los excesos del capitalismos resultaron verdaderas. Desentendámonos de nuestros mayores y leamos a Sartre desde la coyuntura actual, discutamos con él. Dejemos, en una palabra, que nos crean ingenuos y pasados de moda. Es nuestro derecho.