viernes, febrero 10, 2006

DARÍO EN AGONÍA
(A NOVENTA AÑOS DE SU MUERTE)



León, Nicaragua, 6 de febrero de 1916. Las últimas horas de Rubén Darío: la literatura hispánica está a punto de perder al más grande poeta de los últimos siglos. El gran vate ha regresado a su humilde pueblo, luego de recorrer con su pluma y su presencia el orbe hispánico. Muere Darío, el poeta que cambió la dinámica de la literatura hispanoamericana, aquél que se atrevió a desafiar la ortodoxia castiza de los literatos nacionales y “ofendió” a los guardianes de la gramática castellana. Contemplo la última foto tomada en vida del poeta. Se puede ver ahí a un Darío agonizante, demacrado y súbitamente envejecido. El alcohol y la poesía habían sellado su destino. Y no obstante, en esa mirada delirante del moribundo, hay una certeza: la permanencia de su obra. Rubén Darío es su propia tradición.
Esa tradición se inicia con el desplazamiento físico (que también será literario). El joven nicaragüense que ya ha devorado las escasas bibliotecas de su pueblo (sabemos que leyó y se apropió de la Biblioteca Rivadeneira de clásicos castellanos) y está listo para partir y buscar mejor fortuna. Así llega a Chile, siendo un muchacho todavía, y se dedica a la vida y a la literatura (escribe en algunos periódicos). En 1888 –no podemos olvidar esa fecha- publica en ese país un libro único, irrepetible: Azul... Nada será igual a partir de allí. El crítico español Juan Valera, tras acusar recibo del libro, lo tilda de trasgresor por trastocar el idioma y padecer “galicismo mental”. Aunque su lectura posee la carga de la visión anacrónica de la vieja monarquía, Valera no se equivoca en un punto: Darío ha hecho una lectura heterodoxa de la literatura en español y la ha enriquecido con formas y giros apropiados de otras literaturas (de la francesa especialmente). Su conducta es moderna, equilibrio perfecto entre un gusto estético supremo y una conciencia crítica. Azul... es un híbrido, mezcla de relato y poesía, que anuncia y confirma la emancipación del escritor latinoamericano. Darío no será nunca un autor oficial, será un creador dueño de sus propias palabras: “Mi literatura es mía en mí”, confiesa en las “Palabras preliminares” a Prosas profanas (1896), su segunda gran obra.
El derrotero de Darío es la trayectoria del modernismo hispanoamericano. De Santiago de Chile a Buenos Aires (la gran capital de la prensa latinoamericana), y de allí a Europa. Darío establece en París la capital de la literatura latinoamericana, creando así una biblioteca andante de autores y obras. Su literatura pasa de la auto-referencia a la reflexión cultural, del verso blanco al canto continental. Su estética se convierte en la ética de una generación, por doquier surgen autores y publicaciones que proclaman sus victorias y prometen la continuidad de su ejemplo. En México, la Revista Azul, creada por Manuel Gutiérrez Nájera, defiende la libertad del autor y anuncia una nueva forma de entender la creación: la literatura propia, personal y universal a un tiempo. En Uruguay, José Enrique Rodó se declara modernista como Darío y bajo su prisma desarrolla su crítica cultural. Incluso en la añeja y anacrónica España, la influencia de Darío es notoria (imposible entender la poética de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, sin la presencia del poeta nicaragüense) y sin ella hubiera sido imposible la revolución poética de la generación del 27.
Así es. Ese 6 de febrero moría un capítulo completo de nuestras letras. Apenas han pasado noventa años, y sin embargo su obra se nos presenta como si fuera un canon milenario. Tal vez ese sea el gran lastre de Darío: siendo el primer poeta libre de nuestras letras, se le recuerda como un personaje esteriotipado –el vate- y no como un creador revolucionario. En su aniversario luctuoso, compensemos su penosa agonía al revivir ese capítulo que nos dejó su vida y su obra (sin el cual, el resto de nuestra historia literaria estaría inconcluso).