sábado, diciembre 24, 2005

SAÚL YURKIEVICH

Hace unos meses murió el crítico y poeta argentino Saúl Yurkievich. La noticia que divulgó la prensa, por escueta y precisa, fue terrible: un accidente automovilístico al sur de Francia, cerca de Avignon para ser más precisos. Un impacto frontal contra un camión: muerte instantánea. Datos y estadísticas negativas para el saldo vacacional del verano francés. Si acaso, la noticia incluía una nota más: era el albacea de la escritura de Julio Cortázar. Y hasta allí. Y sin embargo este cable periodístico sacude profundamente a la literatura latinoamericana (que apenas se reponía de la pérdida de otro gran crítico: Rafael Gutiérrez Girardot y de la muerte de un escritor singular: Juan José Saer). Ave rara, especie en extinción, lejano relato de otros tiempos, la crítica latinoamericana parece más que nunca un desconocido cuento de ficción, un relato cifrado. La desaparición del escritor argentino vino a aumentar esta sensación. Como “hombre de letras” (entrecomillo el término para realzar su valor plurisignificativo) hispanoamericano, Yurkievich hizo de la crítica una forma de creación y a la inversa: de su poesía una reflexión profunda. Sendero de dos vías, su obra fue un vasto aliento para nuestra vida literaria. Fue uno más de los míticos escritores latinoamericanos que hicieron de París su hogar y, por extensión, un punto de referencia de nuestra cartografía literaria. El interlocutor de Cortázar, el gran lector de Vallejo (otro hispanoamericano perdido en París) y el precoz alumno de Pedro Henríquez Ureña, facetas todas de su creación continúa. Y yo no puedo sino recordar la tarde que lo visité en su departamento parisino. Era el segundo mes de este año y hacía un frío atroz. Repetía yo el gesto del lector que se atreve a visitar al autor, arriesgándose a un justificado desaire (a pesar de que contaba con una cuartada, me acompañaba la traductora de Cortázar al rumano, buena amiga mía y conocida de Saúl). Pero no fue así: Yurkievich nos recibió cordialmente. Hablamos de su vida, de sus proyectos. Guardaba la misma fascinación por la literatura que un adolescente. Mi amiga le contó su idea: hacerle una larga entrevista para luego publicarla como libro en Rumania. Él agradeció el gesto y prometió contarlo todo. Dijo que sería la historia de un simple lector, de un hombre que todavía creía en las palabras. Luego se levantó y recorrió con la mano los libros de su biblioteca. Recuerdo sus gestos cuando mencionaba a algún autor querido. Se emocionaba al recordar a Cortázar, y evocaba con nostalgia su infancia en Mar del Plata. Y sí, creo que al final de la charla y luego de muchas tazas de té, nos dijo que pensaba pasar el verano en su casa de campo. No hubo nada de extraño: al final nos acompañó a la puerta y nosotros lo dejamos volver a su trabajo. Afuera hacía el mismo frío terrible, pero la ciudad era ahora mucho más habitable, un trozo de nuestro propio territorio. (2005)