miércoles, marzo 08, 2006

LA LETRA SIN MOLDE
(APROXIMACIÓN A LA LITERATURA LATINOAMERICANA ACTUAL)+


Difícil tarea la de hablar de la literatura latinoamericana en la actualidad. No cabe duda. Sobre todo si se miran los antecedentes o si uno se propone echar una mirada a lo que acontece día a día. Estas líneas, lo digo desde ahora, son apenas un primer trazo en una labor que forzosamente precisaría de mayor espacio. Me limito, por tanto, a la narrativa.
Años atrás, nuestras letras se clasificaban con base en lugares comunes: tradiciones y rupturas. Antecedentes e iniciadores. Era una memorización “escolar” de nombres y obras, de escuelas y movimientos. Después vino el boom narrativo y todo cambio. Muy pronto, las figuras más destacadas de esta inusual explosión literaria se aprestaron a escribir sus propias interpretaciones del fenómeno. En su lectura, la literatura latinoamericana surgía con ellos y a partir de ellos se establecía su especificidad. El trasfondo de esta interpretación era la reposición de los escritores latinoamericanos en la escena pública y en la nueva industria editorial que comenzaba a cobrar fuerza. Ya no se trataba de cubrir los mercados nacionales (donde la literatura cumplía una función más cívica que estética), sino de completar y satisfacer la urgente necesidad de evasión de los lectores metropolitanos. En correspondencia a este suceso se dio una maduración y un crecimiento de los lectores locales, quines ya precisaban manifestaciones que fueran más allá de la simple descripción geográfica y no se detuvieran en la parca reproducción de giros lingüísticos y costumbres sociales. Por vez primera, lo autores de nuestros países se alistaron como los más audaces intérpretes de la región. Los representantes autorizados de la cultura.
Sin embargo, la demanda, a pesar de las posibilidades que abría, obligaba a la unidad. La experimentación intrépida de los sesenta se endureció en la fórmula repetida de las décadas posteriores. Esto lo comprobamos al visitar cualquier librería europea o norteamericana. Las mismas clasificaciones, las mismas expectativas: “realismo mágico”, exotismo, y una exhuberancia que ya no seduce a nadie.
La felicidad nunca es completa. Cuando la literatura latinoamericana comenzó a acaparar la atención, se desató por toda la región una instabilidad política y económica que tuvo como consecuencia inmediata la represión social (y añado: la censura a los intelectuales y creadores). El proceso fue difícil; las políticas culturales fueron reducidas ante la imparable ola de privatizaciones. No obstante hubo algo más: corrientes subterráneas que vitalizaron nuestras expresiones escritas, ante un panorama pletórico de desencantamiento. Una literatura que apelaba a lectores más arriesgados. A los nombres consagrados del boom, se opusieron narradores como Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol en México, o Abelardo Castillo, Juan José Saer y Ricardo Piglia en Argentina; y poetas como los chilenos Jorge Teillier, Enrique Lihn, las argentinas Alejandra Pizarnik y Olga Orozco. Autores que escribían a contracorriente y se enfrentaban, con humor, ironía, sensibilidad e inteligencia, a los fantasmas que se niegan a abandonar nuestra historia oficial: corrupción, olvido forzado, violencia, injusticia y un largo y oscuro etcétera.
Los años noventa del siglo pasado representaron para la literatura de América Latina el encumbramiento de las industrias culturales transnacionales. El primer síntoma: las estrategias de promoción: el empaquetamiento de los lugares comunes y la burda simplificación de temas y asuntos latinoamericanos. No necesito citar nombres, basta mirar la lista de ventas de esos años y recordar las absurdas campañas de mercadeo que acompañaron a esos títulos tan vendibles. La paulatina adquisición de las editoriales locales por parte de las grandes casas internacionales tuvo un efecto inmediato: la pérdida de la apuesta, del riesgo de publicar a escritores desconocidos e intrépidos (doy un rápido ejemplo: la labor realizada por la editorial Joaquín Mortiz durante los años sesenta y sesenta; sin su proyecto editorial, la literatura mexicana tendría una oquedad insalvable). Sin ese atrevimiento se cortó y se redujo el tácito diálogo entre escritores y lectores que alimentaba la vida literaria de nuestras naciones. Fenómenos como la “Nueva Narrativa” chilena de los noventa (los famosos “NN”) o la antología de narradores hispanoamericanos Líneas aéreas explican a la perfección esta nueva dinámica que opera al nivel estratégico de las grandes empresas culturales. Obras y escritores seleccionados con base en su potencial de distribución y alcance; espectaculización de la vida literaria; premios y certámenes previamente arreglados; polémicas falsas y pésimamente representadas. La nueva meta: publicar en Barcelona y ser distribuido en todo el orbe hispánico. Hace unos meses leí un artículo del crítico español Ignacio Echevarría. En él, Echevarría se quejaba de la aburrida tendencia hacia la homogeneidad que, a su gusto, presentaba la literatura hispanoamericana. La queja se justificaba a medias. Es cierto: existe una clara repetición de fórmulas narrativas en muchos de nuestros narradores; pero la causa no es el agotamiento del talento creativo, como ingenuamente parece sugerir el crítico español, sino la hegemonía de la editoriales transnacionales. Los escritores anteponen a sus búsquedas de expresión el deseo de verse publicados y distribuidos de manera contundente y continental.
Al tener en cuenta los antecedentes mencionados, no podemos extrañarnos ante la notoria ausencia de figuras capitales en la literatura latinoamericana actual. La nuestra es una cartografía cuyo referente principal se encuentra fuera de sus dimensiones simbólicas. Podemos hablar de presencias, pero difícilmente de trascendencias. La gran excepción: Roberto Bolaño. Sin duda su obra representa un planeta con órbita inversa al resto de nuestra constelación. Escritor del margen instalado en el centro de la producción editorial. Bolaño escribe desde las entrañas de ese monstruo y apela a esa gran corriente subterránea de la literatura hispanoamericana. Nos habla de fantasmas y horrores comunes. Redacta la historia secreta de nuestras letras. El día a día de un oficio miserable: ser escritor en América Latina. Nada heroico hay en tal empeño, salvo la terquedad de continuar, aun sabiendo que la ruta se ha perdido y que el norte es un gran abismo: la proyección del vacío que llevamos dentro. La pronta muerte de Bolaño aumentó la condición fantasmal de su obra, garantizando su permanencia: estamos apenas en el portal de su trascendencia...
Y sin embargo la corriente fluye, y vemos aquí y allá surgir autores interesantes, que saben equilibrar las demandas de una industria imparable con sus propios deseos de expresión. Sorteadas las limitaciones nacionales, sus obras llegan para alimentar los catálogos, terriblemente similares entre sí, de las librerías latinoamericanas. Su diálogo es con la literatura misma y no obstante sus creaciones reinterpretan las múltiples y heterogéneas realidades locales. Pienso en escritores como Rodrigo Fresán (que al menos tiene una obra notable: Mantra, la cual surgió, por cierto, de una estrafalaria demanda editorial: escribir sobre las principales megalópolis finiseculares) y Gonzalo Garcés en Argentina: continuadores de la veta metafísica de corte rioplatense; Juan Villoro ( en pleno proceso de transformación) y Mario Bellatín (uno de los escritores más interesantes): puentes entre dos generaciones de escritores mexicanos; Elmer Mendoza y Fernando Vallejo (quienes han reinterpretado el concepto de la violencia, en México y Colombia, y su peso en la cultura y en el lenguaje); Santiago Gamboa (tremendo parricida: acabó con el peso de la figura patriarcal de Gabriel García Márquez) y Eduardo Halfón, que tiene la difícil tarea de superar la obra y la influencia de su compatriota: Augusto Monterroso (apenas tiene un inicio de consideración: El ángel literario, obra cercana a las teorías lectoras de Piglia y predecible a ratos). A ellos es preciso añadir una variedad de ejemplos todavía desconocidos para las grandes editoriales. Escritores que se debaten en el anonimato de nuestros pueblos y ciudades, luchando contra ellos mismos...
Lo que importa aquí, no obstante, es el porvenir (o nuestra especulación sobre él) de la literatura misma. ¿Podremos seguir hablando en un futuro de literatura latinoamericana? Pienso que sí, pero a condición de mantener como prioridad las diversas necesidades de expresión. Hablo de una literatura rebelde, de resistencia podríamos decir. Comprometida consigo misma y sin sujetarse a ningún molde: libre bajo sus propias palabras. Sólo así tendrá los lectores que merece.