martes, febrero 21, 2006

RULFO, A VEINTE AÑOS...

Juan Rulfo... basta mencionar su nombre para evocar muchas cosas, pero, luego de un rato, todas esas evocaciones terminan por dar paso a un silencio elocuente. Y es que, con el paso de los años, su obra, breve y contundente, ha cobrado dimensiones casi míticas. El tiempo corre y la novela y los cuentos de Rulfo permanecen. El discurso revolucionario, rico y contradictorio, que envolvía el contexto de su escritura se ha desvanecido en la retórica, torpe y esencialista, de la política estrecha e iletrada de Vicente Fox y sus sacerdotes tecnócratas. El latifundio porfirista ha sido trucado por la privatización masiva. Ya no hay caciques sino empresarios de medio pelo. ¿Quién sería Pedro Páramo en el México actual? Las posibilidades, por desgracia, son infinitas...
Rulfo murió hace veinte años (tal vez había muerto antes, en la década de los cincuenta, cuando dejó de escribir y se convirtió en la ausencia de su propia presencia), pero en las instancias oficiales del gobierno de México no se habla ni de él ni de su obra. Y si el año pasado el presidente “regaló” un millón de ediciones del Quijote (previo contrato con reconocida casa editorial trasnacional), para este 2006 evitará hacer mención a un autor que nunca ha leído, tal vez por temor a equivocarse y llamarlo de otra forma (ya una vez, en España, creó, durante la protocolaria apertura de un congreso literario, a un escritor fantástico: “José Luis Borgues”, ante el asombro de los literatos presentes). Y, con todo, Rulfo permanece, tal vez porque su escritura está acostumbrada a reposar en el llano, en la tierra estéril de la intolerancia y el olvido forzado.
En esos personajes rulfianos, sombríos e indiferentes, que dan siempre la espalda a la realidad impuesta desde arriba, a la historia redactada desde las oficinas y haciendas de los poderosos, se encuentran los gestos críticos que aún resuenan en la mayoría de los mexicanos. Ellos tampoco sonríen cuando les prometen que en algunos años todos tendrán lavadoras y computadoras en sus hogares, garantizando con ello su modernidad (y su felicidad). Porque tal vez la verdad sea una sola: ya hemos realizado el descenso de Juan Preciado, habitamos entre fantasmas y hablamos lenguas desconocidas. Nadie escucha a nadie.
Yo leía a Rulfo en la secundaria, ahora las clases de literatura están casi extintas. Ante tal desolación, comprendo el largo silencio de Juan Rulfo, con lo que escribió fue suficiente.