viernes, marzo 31, 2006

ELIZONDO

La noticia fue casi un mal sueño, diluido entre murmullos y desinformaciones. Los principales medios de comunicación ni repararon en ella, y no lo hicieron por temor e ignorancia. ¿Cómo hablar de la muerte de Salvador Elizondo sin arriesgarse a caer en una incompleta lamentación? ¿Somos conscientes de lo que perdemos? Uno de los escritores más misteriosos y fascinantes de la literatura latinoamericana contemporánea. Uno de los más desconocidos también. Hasta cierto punto, era comprensible la ignorancia: la “literatura” que se empaqueta, se difunde y se vende hoy al por mayor no posee la capacidad necesaria para hacerse cargo de la obra de Elizondo, breve y contundente; vasta y fulminante como una fisura de diamante. Para mi generación, no hubo prueba mayor de formación que leer Farabeuf, su instantánea obra maestra. Recuerdo perfectamente mi búsqueda incansable hasta que di con esta novela. La encontré en el ático de una vieja librería céntrica. Era un libro de culto y sólo se daba con él después de interminables horas de sondeo incansable. Mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que se trataba de la primera edición: Serie del Volador, de la entrañable editorial Joaquín Mortiz (noviembre de 1965). Después siguió una lectura que sólo puedo clasificar como viaje perpetúo alrededor de un instante terrible y fascinante. El impacto de la fotografía del supliciado oriental que no nos abandona en toda la lectura y se transforma en escritura escatológica, signos impresos en el vaho que empaña una ventana en invierno. La mirada, las palabras y al final la tortura. I ching interminable. El doctor Farabuef y su manual de amputaciones como modelo literario. El y el no de una tabla ouija juntos en la misma y perpetua oración. El efecto de la novela era inevitable: convertía a su autor en un personaje literario. Es imposible no relacionar, cuando miramos algunas de las múltiples fotografías que le tomó Paulina Lavista, a Salvador Elizondo con su escritura. Ejercicio visual y literario que va desde Narda o el verano y El Hipogeo secreto hasta Elsinore. Un cuaderno o su extraordinaria Teoría del infierno. Es a ese personaje, al Elizondo proyectado por su propia escritura, al que imaginamos como maestro de literatura, como lector sempiterno refugiado en su biblioteca en las interminables tardes lluviosas de la ciudad de México.
Y así, mientras la literatura latinoamericana pasaba de la experimentación a la resignación, Salvador Elizondo permanecía al margen, tratando de descifrar los signos impresos en la ventana de su biblioteca. Su muerte es una parte más de su eterna y vasta obra instantánea.