jueves, agosto 24, 2006

LA VIRTUD DE LA DESOBEDIENCIA

Debo a la lectura de un ensayo de Emerson el primer acercamiento a la figura y obra de Henry David Thoreau (1817-1862). Me impresionó, en esa lejana lectura primigenia, la condición radical y disidente de este pensador norteamericano; pero mi interés iba por otros rumbos, buscaba un autor distinto con el cual explorar diversas formas de escritura y reflexión. Me interesaba en Thoreau su misantropía, su rechazo a las convenciones. Entonces vivía yo una especie de alejamiento en una perdida ciudad del estado norteamericano de Texas y las ideas del autor de “Desobediencia civil” llegaban como estímulo inmejorable. Muy pronto decidí conseguir sus obras. En una librería de viejo, ubicada en una modesta calle, llamada irónicamente “Brodway”, encontré una interesante edición de Walden, su obra más conocida y discutida. Su lectura me asombró: allí se describen los dos años (1845-1847) que Thoreau vivió apartado de la “civilización” en una cabaña que él mismo construyó a las orillas del lago Walden (localizado a escasos kilómetros de la ciudad de Concord, al noreste de los Estados Unidos). El proyecto era simple, mas desafiante: vivir y aprender de la naturaleza, reducir al mínimo la dependencia con la sociedad y explorar las más altas potencias de la condición humana. Como buen trascendentalista, Thoreau confiaba en la bondad inherente de los hombres y sospechaba de la corrupción que todo deseo incontrolado de progreso trae consigo. Para él, lo fundamental era rescatar al individuo y desconfiar de la masa. Su visión, sin embargo, no escapaba (y no podía hacerlo) de la cultura occidental, su gusto por las literaturas y costumbres orientales y prehispánicas no bastaba para evitar las oposiciones, y en ellas la balanza se inclinaba siempre a favor de la gran tradición, de la “civilización”.
No era un nostálgico del pasado, tampoco vivía obsesionado por el futuro: su afán era explorar el presente, la condición actual, la circunstancia más inmediata. Su fe se enraizaba en la fuerza de voluntad. Dejaba toda la responsabilidad en las personas y nunca y en las instituciones. Cuando fue a dar a la cárcel por oponerse a pagar los impuestos que financiaban la onerosa invasión a México, Thoreau dio una lección ciudadana (y un manifiesto vital: el ensayo “Desobediencia civil”). En la prisión descubrió la libertad que otorga el actuar en consecuencia. Hoy, a la luz de los acontecimiento mundiales recientes, ya no veo en Thoreau a un misántropo; veo a un hombre devoto de la humanidad, pero no de la inasible abstracción que ese término puede conllevar, sino de la humanidad que se finca en la comunicación, en el trato directo entre las personas. Tan sencillo y tan difícil, desobedecer para conocer: por eso Thoreau veía en la conquista del entendimiento la más grande épica de nuestros días.