lunes, octubre 02, 2006

LA GRAN BROMA SIN IMPORTANCIA
Recuerdo ahora con emoción mi primera lectura de Chéjov. Estaba en la Escuela Preparatoria, un mundo hostil y desolado cuando se tienen 15 o 16 años y ninguna idea sobre el porvenir. Tomábamos un curso obligatorio: Taller de Lecturas Literarias (TLL por sus iniciales). La profesora era, para nosotros, un bicho raro, una solterona empedernida y algo amargada (su trato hosco era de conocimiento público y en su momento rayó en lo legendario, nosotros solíamos llamarla "Polifema" en clara y directa alusión al cíclope homérico). Creo que, aunque lo deseara y muchas veces lo intenté, no podía entonces encontrar muchas cualidades en aquella mujer. Salvo una: el programa de lecturas que nos obligó a leer en aquel lejano semestre de los años ochenta del siglo pasado (confieso que a veces dudo sobre la existencia de ese tiempo, son días y horas que aparecen ante mí difuminados y confusos, marcados por el látigo implacable de la distancia). Así, la mañana de un oscuro y anodino martes cualquiera, mientras la ciudad se consumía en su propia rutina, nosotros nos dispusimos a leer, por orden directa de nuestra rígida preceptora, un breve cuento de un autor ruso que apenas habíamos escuchado. "Una broma sin importancia" se llamaba el relato (en otras ediciones lo he encontrado como “Una bromita”: el tiempo me ha enseñado a aceptar la indeterminación como parte sustancial de la índole humana) y todo en él parecía tan, tan normal que al final me quedé sin aliento. Un hombre maduro acompaña a la joven Nadeñka a pasear en trineo por las blancas y nevadas montañas rusas. Desde la cima el protagonista y narrador empuja el carro y desciende junto a la chica; mientras se precipitan cuesta abajo el hombre susurra entre los cabellos agitados de su acompañante: "¡La amo, Nadia!", la joven escucha las palabras y no sabe si las ha pronunciado el hombre o es sólo el viento que silba en su cara. Confundida y venciendo su miedo le pide a su acompañante repetir la aventura, el hombre acepta y, al descender nuevamente, vuelve a pronunciar la frase: "¡La amo, Nadia!", y así sucesivamente durante todos los días que restaban al largo invierno. El hombre jamás confesó su broma y Nadeñka, esa Nadia aludida, jamás se atrevió a preguntar, pero se hizo adicta a esa voz misteriosa: incluso parecía escucharla cuando descendía sola en el trineo. Todo indicaba que pronto el malentendido se aclararía y, sin embargo, el relato seguía y la incertidumbre crecía y con ella se expandían nuestras expectativas como noveles lectores. El cuento terminaba así, en plena incertidumbre, y nos dejaba a todos atónitos, confrontados con nuestra propia experiencia. Nunca antes había comprobado la efectividad de la literatura para interpretar la contradictoria condición humana. El desconcierto se volvió súbitamente reconocimiento. Todos los extremos estaban allí: el absurdo y las infinitas posibilidades; y todos somos héroes y villanos, Homeros y Polifemos. No sé si mis compañeros de curso experimentaron lo mismo que yo, supongo que no, pero a partir de ese lejano martes he creído comprender un poco mejor esa gran broma sin importancia que son a un tiempo la vida y la literatura.