lunes, enero 08, 2007

MANÍAS DE LECTURA

Tengo cierta manía por las colecciones bibliográficas, aunque disto mucho de ser un bibliófilo consumado. Pues no me quitan el sueño las primeras ediciones, los libros raros o los “casi imposible de conseguir”. Mi manía es más modesta: me interesan las enciclopedias económicas y las colecciones editoriales que circulaban en América Latina durante la segunda mitad del siglo XX y con las que crecí y me acerqué inocentemente a la literatura. Enciclopedias estilo “El nuevo tesoro de la juventud” o colecciones como “Los Clásicos” de Grolier representaban buena parte de las modestas bibliotecas de la clase media latinoamericana. Entonces era un signo claro de ascenso social, o mejor dicho: cultural, el tener a la mano alguna edición de La Odisea (yo todavía poseo mi añejo ejemplar de la serie “Sepan cuantos...” de la editorial Porrúa), una antología de versos de Amado Nervo o la última novela de Pío Baroja, publicada en las frágiles ediciones de Salvat. Con las crisis de los últimos años, estos libros han ido a parar a los remates; las casas de hogaño ya no tienen espacio para anaqueles y sillones de lectura. De ahí tal vez mi nostalgia.
Mi debilidad es tal que si encuentro, en los cajones de saldo de las librerías de viejo, algunos de estos volúmenes o la totalidad de ellos, los compro, aunque luego tenga que apretarme el cinturón por el resto de la quincena. De esta manera, he adquirido casi todos los volúmenes de la “Colección Panamericana”, de las ediciones Jackson, algunos los encontré en Buenos Aires, otros en Santiago y otros más en Monterrey. Por fortuna, soy paciente y confío en que daré con el resto en el futuro. De la casa de mis padres recuperé completo “El nuevo tesoro de la juventud” y hasta rescaté de un destino nada alentador el olvidado ejemplar de El libro de la mujer de María Luisa Rocamora (una serie de consejos para las modernas mujeres españolas y latinoamericanas de los años sesenta). Pero mi manía no se queda en la adquisición, me gusta leerlos e imaginar a través de ellos cómo entendían (entendíamos) al mundo en aquellos días. A diferencia de la Internet, las enciclopedias de antaño tenían un límite. Con sus defectos y limitaciones, eran un universo vasto pero cerrado, todas las posibilidades que iban de la A a la Z, y hasta allí. Para las innovaciones teníamos que esperar las nuevas ediciones. Los días pasaban y estos libros permanecían en nuestros estantes creando la ilusión de una unidad pretérita, y tal vez sea esa “falsa unidad” la que busco cada vez que desvío mi camino para entrar a las librerías de viejo. Quién sabe, tal vez algún día caiga en la cuenta de que las bibliotecas fueron y podrían seguir siendo la única oportunidad de contener el universo en un cuarto con pocas ventanas y mala iluminación.