lunes, enero 08, 2007

LA CIUDAD A TRAVÉS DE PAMUK

No suelo leer a los autores de moda, a los escritores que están en el candelero, al menos no inmediatamente. Me gusta dejar pasar el tiempo y acercarme a sus escritos de manera más “desinteresada”. Para ese momento, algunos ya estarán olvidados, otros representarán gustos desfasados y anacrónicos. Sin embargo, hace unos días vi, en la efímera cima de esa pirámide de títulos recientes y autores prestigiosos que algunas librerías diseñan para promover sus novedades, un libro de Orhan Pamuk. Lo adquirí sin mucho reparo. Quizá si hubiese sido una novelo lo hubiera ojeado con curiosidad y los habría devuelto a su engañosa cumbre publicitaria; pero era un libro de memorias e impresiones sobre su ciudad natal: Estambul. Ciudad y recuerdos. Confieso de antemano mi fascinación por estos géneros narrativos de corte intimista (biografías, diarios, recuerdos, epistolarios, impresiones): en pocas palabras, estaba predispuesto a disfrutar de los recuerdos de Pamuk. No obstante, hubo algo más. Una relación que siempre ha estado allí, pero que en este libro se vuelve el estigma principal: la ciudad, el espacio nativo por el cual, de manera inductiva, se empieza a conocer el mundo. La Estambul de Pamuk es el lugar de todos los obsesionados con el origen de las cosas. Pamuk no ha cambiado de ciudad, incluso a regresado al edificio de su infancia para escribir sus recuerdos. Estambul es el mapa de su escritura, el gran libro que lo contiene todo. ¿Cómo mirar la ciudad, como escribirla? Se precisa la experiencia particular, única: vivir en ella, sufrirla, padecer sus complejos, ser parte de la masa anónima que la insufla perpetuamente. Conocer su historia, estudiar las impresiones de los viajeros, memorizar cada detalle de su geografía y dar cuenta de las pequeñas y constantes transformaciones. La ciudad natal, grande o pequeña, importante o insignificante, es la presencia del espacio ante la fugacidad del tiempo: los ancestros se van, pero las calles que transitaron permanecen, aunque su fisonomía sea ya otra. Las colinas, los ríos son los testigos sempiternos: ellos presenciaron la fundación de la ciudad; ellos nos contemplan ahora y con toda certeza nos sobrevivirán. La ciudad muere y se revitaliza ante su presencia, en un movimiento imparable de olvido y desolación. Intentar rescatar la memoria (individual o colectiva) es una causa perdida, Pamuk lo sabe y por ello se entrega a ella sin ningún resquicio de duda. Rastrea su pasado personal y a partir de allí reconstruye el espíritu masivo de Estambul, ese punto medio entre Occidente y Oriente, entre musulmanes y cristianos. En la escritura de Pamuk no hay nostalgia (no es un cronista pueblerino y chovinista), sino búsqueda, inquisición. Y esa es la sustancia que anima a las mejores manifestaciones de estos géneros narrativos, que algunos llaman “menores” y que para mí son imprescindibles.