jueves, noviembre 22, 2012

Perder el mundo y ganar la lectura


Voy  a comenzar diciendo que celebro mucho la elección del tema para esta reunión de hoy. La experiencia de la lectura. Un tópico que parece simple, casi todos tenemos alguna relación con ella, incluso quienes  crecieron en hogares sin libros o sólo leyeron esporádicamente. Si reparamos un poco más en esta idea, sin embargo,  veremos que surgen infinidad de variantes, diversas coyunturas que envuelven el proceso de la lectura y la construcción de eso tan peculiar que llamamos experiencia.  Es preciso añadir, además, que de un tiempo a esta parte, la lectura parece ocupar un lugar preponderante en los asuntos públicos y en los contenidos de los medios masivos de comunicación; aunque, bien mirado,  ese interés se queda, la mayoría de las veces, sólo en  la falsa perorata, en la tibia justificación de algunas políticas culturales fabricadas  con celeridad -literalmente: al vapor-  y sin ningún tipo de mediación crítica. Supongo que muchos de ustedes habrán visto los carteles en los paraderos de autobuses o en las estaciones del metro donde, una asociación empresarial,  recomienda 20 minutos diarios de lectura. Leer es bueno, asumen –o presumen-, pero nada dicen de los modos de hacerlo ni de los contenidos. ¿Cómo leer y qué leer? ¿Dónde  y por qué hacerlo? Porque al hablar de lectura traemos a colación una gran cantidad de perspectivas teóricas y pragmáticas, que implican desde los aspectos técnicos de la reproducción y la conservación de los textos hasta los más íntimos y diversos procesos de comprensión, entendimiento y reacción ante lo leído.  Y tal vez la contradicción reside en el hecho de que a pesar de que la lectura es, en cierto sentido, un vínculo directo con lo público (léase lo histórico, lo estético, lo religioso y lo político) y el cimiento de casi cualquier proceso constitutivo o pedagógico, en realidad significa una actividad individual y personal, una sutil manera de darle la espalda al presente y su supuesta inmanencia. Pero ese gesto, irónicamente, no es atemporal sino concreto, histórico.  En ese breve distanciamiento reside buena parte de la formación de nuestro criterio, pero también una parte sustancial de nuestra biografía, de nuestra educación sentimental y letrada. Es el momento en que nos perdemos del mundo y nos configuramos o reconfiguramos  simbólicamente.
            Hablaré brevemente de mi experiencia en el ámbito de la lectura con la intención de tratar de reconstruir algo más que mi propia lista de títulos y autores; pretendo restituir una parte, seguramente pequeña,  del registro difuso de conductas lectoras que rigieron en mi generación. Voy a intentar  separar los diversos ámbitos en donde realizo esta actividad, pues, por mi profesión, la lectura forma parte fundamental de mi trabajo y, en buena medida,  gracias a ella pago, parafraseando a Machado, la casa donde habito y el lecho donde yago. Me ocuparé, por tanto,  de las lecturas formativas, las que, en buena medida, contribuyen a la formación (a la invención) de la identidad individual. Antes, sin embargo, haré una breve digresión sobre la condición histórica del acto de leer, pues como acción representa una práctica materializada en hábitos, en soportes, y vinculada a los objetos escritos.
La imagen y el personaje del lector son figuras  recientes en la historia de la cultura occidental. Pues si bien la práctica de la lectura es milenaria, su masificación e interiorización  comenzaron a darse sólo durante el traslado de la Edad Media al Renacimiento. En el pasado era una actividad pública (se leía en voz alta), vigilada y controlada por organismos administrativos y religiosos.  Es famosa la referencia de San Agustín a San Ambrosio, obispo de Milán: la primera persona que el  filósofo de Tagaste vio leer en silencio. San Agustín describe lo inquietante de la escena, Ambrosio recorre las páginas en silencio, profundizando en el tema con los ojos y el corazón, dice, y dejando descansar a la voz y a la lengua. La imagen le perturba: qué pasará por la mente de Ambrosio; San Agustín especula varias respuestas, la que más me gusta tiene que ver con la necesidad de apartarse del “tumulto de los asuntos ajenos” y dedicarse a la introspección.   Entonces quedó registrado lo que Edward Said llamaría muchísimo tiempo después como “conducta textual”, esto es, la relación especial que establecemos con los textos que leemos y que se manifiesta en la manera en que los utilizamos para interpretar al mundo.
La invención de la imprenta disparó una infinidad de posibilidades  de lectura. Y sobre todo, la convirtió en una acción personal, aunque su alcance nunca ha sido igual en todas las regiones.  Los lectores disidentes y utópicos comenzaron a confrontar las imposiciones  de credos y gobiernos. Personajes reales e imaginarios figuran como lectores rebeldes: Moro, Hamlet, Cervantes, Montaigne, Bacon, Alonso Quijano.
Durante la era moderna, la lectura fue instrumento de saber, de un saber enciclopédico y con tendencia al orden.  Herramienta del discurso científico, del conocimiento positivista. Se consideró al libro como  objeto unidimensional, con un saber denotativo y preciso. 
El encumbramiento del lector llegó en la década del sesenta, a pesar de que el interés fenomenológico por la lectura había despertado, al menos en Alemania, un par de décadas antes, con la famosa teoría de la recepción. No hace falta recordar la famosa sentencia de Roland Barthes cuando declaró la muerte del autor y el nacimiento del lector: un lector abstracto y con tintes sospechosamente universalistas, o la propaganda a favor del “lector ideal” que unos años después realizó Stanley Fish, con una extraordinaria competencia lingüística, semántica y literaria.  Ambos diseñan conductas hegemónicas de lecturas en el justo momento en que la noción de sujeto es puesta en duda.
Así, pues, los que comenzamos a leer en la segunda mitad de la década del 70, y en la conflictiva y trastocada América Latina (sumida en el autoritarismo y la crisis), nos enfrentemos, sin saberlo entonces,  a dos grandes discursos sobre la lectura: uno, que podríamos llamar oficial, o mejor, institucional, nos decía que leer era una herramienta de conocimiento (una manera de reproducir y memorizar la información); el otro, que se movía a nivel más subterráneo pero perceptible ya en buena parte de la literatura contemporánea, sostenía  que la lectura era una actividad difusa, relativa, subvertida  y creadora.
Mis primeras lecturas tiene con ver con el ámbito familiar, mi padre era un gran lector y tenía una pequeña pero bien surtida biblioteca. Estaban ahí muchas de las enciclopedias y colecciones editoriales que abundaron en las casas de la clase media de  América Latina durante los años cincuenta y sesenta. Ahí devoré el “Tesoro de la juventud”, con reportajes, notas de todos los temas y su maravillosa sección de cuentos y poemas;  y la “Biblioteca Juvenil” de Grolier, en donde descubrí mis primeros clásicos: Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, Los tres mosqueteros, Las aventuras de Tom Sayer y una versión  resumida de los Viajes de Marco Polo. Había también ediciones infantiles sobre mitología griega, la cual se volvió una obsesión para mí, hasta el grado de aprenderme de memoria la genealogía de los dioses del monte Olimpo. Leí, por aquellos tiempo, todo lo que tenía a mi alcance: revistas e historietas, recuerdo con nostalgia la revista Duda  con sus  historias de Ovnis y  su genial sección “Noticiero de lo insólito”, que me parecía alucinante: registraba (o inventaba, más bien)  los acontecimientos más extraños del universo. Pero también estaban el infaltable Libro Vaquero y el Condorito, además de la versión regiomontana de Mad.  Sin contar las revistas deportivas de béisbol y lucha libre, mal impresas y siempre con títulos rimbombantes.
Fue en la adolescencia, sin embargo, donde las lecturas fueron más definitorias. Entonces leer se convirtió para mí en una actividad significativa, un paliativo ante la realidad que encontraba cada día más absurda, hueca y sin mucho sentido. En los ochenta, el país estaba en bancarrota, la dichosa crisis de Medio Oriente seguía igual de desatada que hoy, la intolerancia era moneda común, y, para colmo, no había televisión por cable.  El tráfico subterráneo de libros, discos y videos era fundamental para sobrevivir al tedio.  Como todo adolescente que se precie de serlo, yo no tenía ni la menor idea de lo que sería mi vida, sólo sabía las cosas que no me apetecía ser. En ese “mar de confusión” leí con devoción a Camus, a Hesse, a Borges, a Papinni, a Dostoievski, a Chéjov, a Joyce, a Kafka. Amé  los antihéroes, las historias sin clímax y sin  finales felices, los momentos de incertidumbre, los quiebres  temporales, la renuncia a la narración lineal, la poesía de Whitman, la poesía contracultural de Ginsberg, los ensayos de Emerson, Thoreau y Chesterton, la irreverencia de Henry Miller y de Nabokov, los diarios de Paul Guaguin, la correspondencia de Van Gogh a su hermano Theo.  Sentí como propias las desventuras y los desamores de Ana Karenina, Madame Bovary y Charles Swann. Y natural empatía por Bartleby, Sthepen Dedalus, Demian y Harry Haller.
Como se observa con facilidad, mis preferencias tenían que ver con la literatura moderna;  tal vez porque me identificaba con esa locura y esa crisis existencial que envolvieron los últimos años del siglo XIX y muy buena parte del XX. ¿Dónde quedaba la esperanza en el progreso? No hacía falta ser devoto de la postmodernidad para darse cuenta de que algo había salido mal. Nuestras naciones latinoamericanas eran una prueba fehaciente de la inadecuación entre el discurso racional del Estado y la realidad múltiple y heterogénea. Y sin duda fue en la lectura, en ese apartamiento de los tumultuosos asuntos mundanos, donde nos percatamos de esta absurda condición.
Supongo que me hice lector, o mejor dicho, que confirmé mi vocación hacia la lectura porque, una vez dentro de esa vorágine de posibilidades lingüísticas e imaginativas, ya no había vuelta atrás. Eso fue lo que causó mayor impacto en mí: la transformación que seguía a las horas de lecturas. No había experimentado nada igual, ni con la televisión ni con la radio.  Después de terminar alguna novela, algo quedaba en mi cabeza dando vueltas, y no eran los grandes momentos descritos, ni siquiera los desenlaces sorpresivos, sino las pequeñas partes, esos instantes donde en apariencia todo está quieto, pero ya nada es como había sido antes.
Creo que podría afirmar que la lectura me salvó, me rescató de la absurda inercia de un mundo en franca decadencia, y que me ha salvado de nuevo en estos últimos tiempos de violencia y sinrazón. No puedo afirmar en cambio que ella me ha garantizado la felicidad o el bienestar; sólo puedo confesar que  me ha dado la posibilidad de hacer y pensar otras cosas, de confrontarme con todas las contradicciones que me habitan. Pero, créanme, con eso me basta y me sobra.