Perder el mundo y ganar la lectura
Voy a
comenzar diciendo que celebro mucho la elección del tema para esta reunión de
hoy. La experiencia de la lectura. Un tópico que parece simple, casi todos
tenemos alguna relación con ella, incluso quienes crecieron en hogares sin libros o sólo leyeron
esporádicamente. Si reparamos un poco más en esta idea, sin embargo, veremos que surgen infinidad de variantes,
diversas coyunturas que envuelven el proceso de la lectura y la construcción de
eso tan peculiar que llamamos experiencia.
Es preciso añadir, además, que de un tiempo a esta parte, la lectura
parece ocupar un lugar preponderante en los asuntos públicos y en los
contenidos de los medios masivos de comunicación; aunque, bien mirado, ese interés se queda, la mayoría de las
veces, sólo en la falsa perorata, en la tibia
justificación de algunas políticas culturales fabricadas con celeridad -literalmente: al vapor- y sin ningún tipo de mediación crítica.
Supongo que muchos de ustedes habrán visto los carteles en los paraderos de
autobuses o en las estaciones del metro donde, una asociación empresarial, recomienda 20 minutos diarios de lectura. Leer
es bueno, asumen –o presumen-, pero nada dicen de los modos de hacerlo ni de
los contenidos. ¿Cómo leer y qué leer? ¿Dónde y por qué hacerlo? Porque al hablar de lectura
traemos a colación una gran cantidad de perspectivas teóricas y pragmáticas,
que implican desde los aspectos técnicos de la reproducción y la conservación
de los textos hasta los más íntimos y diversos procesos de comprensión,
entendimiento y reacción ante lo leído.
Y tal vez la contradicción reside en el hecho de que a pesar de que la
lectura es, en cierto sentido, un vínculo directo con lo público (léase lo
histórico, lo estético, lo religioso y lo político) y el cimiento de casi
cualquier proceso constitutivo o pedagógico, en realidad significa una
actividad individual y personal, una sutil manera de darle la espalda al
presente y su supuesta inmanencia. Pero ese gesto, irónicamente, no es atemporal
sino concreto, histórico. En ese breve
distanciamiento reside buena parte de la formación de nuestro criterio, pero
también una parte sustancial de nuestra biografía, de nuestra educación
sentimental y letrada. Es el momento en que nos perdemos del mundo y nos
configuramos o reconfiguramos simbólicamente.
Hablaré
brevemente de mi experiencia en el ámbito de la lectura con la intención de
tratar de reconstruir algo más que mi propia lista de títulos y autores;
pretendo restituir una parte, seguramente pequeña, del registro difuso de conductas lectoras que
rigieron en mi generación. Voy a intentar separar los diversos ámbitos en donde realizo
esta actividad, pues, por mi profesión, la lectura forma parte fundamental de
mi trabajo y, en buena medida, gracias a
ella pago, parafraseando a Machado, la casa donde habito y el lecho donde yago.
Me ocuparé, por tanto, de las lecturas
formativas, las que, en buena medida, contribuyen a la formación (a la
invención) de la identidad individual. Antes, sin embargo, haré una breve
digresión sobre la condición histórica del acto de leer, pues como acción
representa una práctica materializada en hábitos, en soportes, y vinculada a
los objetos escritos.
La imagen y el personaje del lector
son figuras recientes en la historia de
la cultura occidental. Pues si bien la práctica de la lectura es milenaria, su
masificación e interiorización comenzaron a darse sólo durante el traslado de
la Edad Media al Renacimiento. En el pasado era una actividad pública (se leía
en voz alta), vigilada y controlada por organismos administrativos y
religiosos. Es famosa la referencia de
San Agustín a San Ambrosio, obispo de Milán: la primera persona que el filósofo de Tagaste vio leer en silencio. San
Agustín describe lo inquietante de la escena, Ambrosio recorre las páginas en
silencio, profundizando en el tema con los ojos y el corazón, dice, y dejando
descansar a la voz y a la lengua. La imagen le perturba: qué pasará por la
mente de Ambrosio; San Agustín especula varias respuestas, la que más me gusta
tiene que ver con la necesidad de apartarse del “tumulto de los asuntos ajenos”
y dedicarse a la introspección. Entonces quedó registrado lo que Edward Said
llamaría muchísimo tiempo después como “conducta textual”, esto es, la relación
especial que establecemos con los textos que leemos y que se manifiesta en la
manera en que los utilizamos para interpretar al mundo.
La invención de la imprenta disparó
una infinidad de posibilidades de
lectura. Y sobre todo, la convirtió en una acción personal, aunque su alcance
nunca ha sido igual en todas las regiones.
Los lectores disidentes y utópicos comenzaron a confrontar las
imposiciones de credos y gobiernos.
Personajes reales e imaginarios figuran como lectores rebeldes: Moro, Hamlet,
Cervantes, Montaigne, Bacon, Alonso Quijano.
Durante la era moderna, la lectura
fue instrumento de saber, de un saber enciclopédico y con tendencia al
orden. Herramienta del discurso
científico, del conocimiento positivista. Se consideró al libro como objeto unidimensional, con un saber denotativo
y preciso.
El encumbramiento del lector llegó
en la década del sesenta, a pesar de que el interés fenomenológico por la
lectura había despertado, al menos en Alemania, un par de décadas antes, con la
famosa teoría de la recepción. No hace falta recordar la famosa sentencia de
Roland Barthes cuando declaró la muerte del autor y el nacimiento del lector:
un lector abstracto y con tintes sospechosamente universalistas, o la
propaganda a favor del “lector ideal” que unos años después realizó Stanley
Fish, con una extraordinaria competencia lingüística, semántica y literaria. Ambos diseñan conductas hegemónicas de
lecturas en el justo momento en que la noción de sujeto es puesta en duda.
Así, pues, los que comenzamos a leer
en la segunda mitad de la década del 70, y en la conflictiva y trastocada
América Latina (sumida en el autoritarismo y la crisis), nos enfrentemos, sin
saberlo entonces, a dos grandes
discursos sobre la lectura: uno, que podríamos llamar oficial, o mejor, institucional,
nos decía que leer era una herramienta de conocimiento (una manera de
reproducir y memorizar la información); el otro, que se movía a nivel más
subterráneo pero perceptible ya en buena parte de la literatura contemporánea,
sostenía que la lectura era una
actividad difusa, relativa, subvertida y
creadora.
Mis primeras lecturas tiene con ver
con el ámbito familiar, mi padre era un gran lector y tenía una pequeña pero
bien surtida biblioteca. Estaban ahí muchas de las enciclopedias y colecciones
editoriales que abundaron en las casas de la clase media de América Latina durante los años cincuenta y
sesenta. Ahí devoré el “Tesoro de la juventud”, con reportajes, notas de todos
los temas y su maravillosa sección de cuentos y poemas; y la “Biblioteca Juvenil” de Grolier, en donde
descubrí mis primeros clásicos: Robinson
Crusoe, Los viajes de Gulliver, Los tres mosqueteros, Las aventuras de Tom
Sayer y una versión resumida de los Viajes de Marco Polo. Había también
ediciones infantiles sobre mitología griega, la cual se volvió una obsesión
para mí, hasta el grado de aprenderme de memoria la genealogía de los dioses
del monte Olimpo. Leí, por aquellos tiempo, todo lo que tenía a mi alcance:
revistas e historietas, recuerdo con nostalgia la revista Duda con sus historias de Ovnis y su genial sección “Noticiero de lo insólito”,
que me parecía alucinante: registraba (o inventaba, más bien) los acontecimientos más extraños del universo.
Pero también estaban el infaltable Libro
Vaquero y el Condorito, además de
la versión regiomontana de Mad. Sin contar las revistas deportivas de béisbol
y lucha libre, mal impresas y siempre con títulos rimbombantes.
Fue en la adolescencia, sin embargo,
donde las lecturas fueron más definitorias. Entonces leer se convirtió para mí
en una actividad significativa, un paliativo ante la realidad que encontraba
cada día más absurda, hueca y sin mucho sentido. En los ochenta, el país estaba
en bancarrota, la dichosa crisis de Medio Oriente seguía igual de desatada que
hoy, la intolerancia era moneda común, y, para colmo, no había televisión por
cable. El tráfico subterráneo de libros,
discos y videos era fundamental para sobrevivir al tedio. Como todo adolescente que se precie de serlo,
yo no tenía ni la menor idea de lo que sería mi vida, sólo sabía las cosas que
no me apetecía ser. En ese “mar de confusión” leí con devoción a Camus, a
Hesse, a Borges, a Papinni, a Dostoievski, a Chéjov, a Joyce, a Kafka. Amé los antihéroes, las historias sin clímax y
sin finales felices, los momentos de
incertidumbre, los quiebres temporales, la renuncia a la narración lineal,
la poesía de Whitman, la poesía contracultural de Ginsberg, los ensayos de
Emerson, Thoreau y Chesterton, la irreverencia de Henry Miller y de Nabokov,
los diarios de Paul Guaguin, la correspondencia de Van Gogh a su hermano Theo. Sentí como propias las desventuras y los
desamores de Ana Karenina, Madame Bovary y Charles Swann. Y natural empatía por
Bartleby, Sthepen Dedalus, Demian y Harry Haller.
Como se observa con facilidad, mis
preferencias tenían que ver con la literatura moderna; tal vez porque me identificaba con esa locura
y esa crisis existencial que envolvieron los últimos años del siglo XIX y muy
buena parte del XX. ¿Dónde quedaba la esperanza en el progreso? No hacía falta
ser devoto de la postmodernidad para darse cuenta de que algo había salido mal.
Nuestras naciones latinoamericanas eran una prueba fehaciente de la
inadecuación entre el discurso racional del Estado y la realidad múltiple y
heterogénea. Y sin duda fue en la lectura, en ese apartamiento de los
tumultuosos asuntos mundanos, donde nos percatamos de esta absurda condición.
Supongo que me hice lector, o mejor
dicho, que confirmé mi vocación hacia la lectura porque, una vez dentro de esa
vorágine de posibilidades lingüísticas e imaginativas, ya no había vuelta
atrás. Eso fue lo que causó mayor impacto en mí: la transformación que seguía a
las horas de lecturas. No había experimentado nada igual, ni con la televisión
ni con la radio. Después de terminar
alguna novela, algo quedaba en mi cabeza dando vueltas, y no eran los grandes
momentos descritos, ni siquiera los desenlaces sorpresivos, sino las pequeñas
partes, esos instantes donde en apariencia todo está quieto, pero ya nada es
como había sido antes.
Creo que podría afirmar que la
lectura me salvó, me rescató de la absurda inercia de un mundo en franca
decadencia, y que me ha salvado de nuevo en estos últimos tiempos de violencia
y sinrazón. No puedo afirmar en cambio que ella me ha garantizado la felicidad
o el bienestar; sólo puedo confesar que
me ha dado la posibilidad de hacer y pensar otras cosas, de confrontarme
con todas las contradicciones que me habitan. Pero, créanme, con eso me basta y
me sobra.
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