jueves, noviembre 29, 2012

¿Viaja sola?

Lina Meruane







A Víctor Barrera, un amigo en Monterrey


Hay alguien que atenta contra mi vida, yo misma.

En carne propia / Christa Wolf



Tener veintiún años y no temerle a nada, no todavía. Decir que no repetidas veces a sucesivos mexicanos que con todo respeto, sin mirarme de frente, me repitieron esa pregunta rumbo a la Ciudad de México. ¿No le da miedo viajar sola señorita? Nada de miedo. Y no iba sola. Llevaba mi cuerpo y una mochila de compañía. Llevaba también un grueso libro de historia mexicana que se perdió después, en alguna mudanza. O tal vez se quedó en México como un cuerpo extraño: una historia mexicana escrita en inglés. Me parecía indispensable, entonces, ese libro; leerlo de principio a fin, sin saltar ni un solo párrafo, subrayarlo para poder volver atrás algún día y recordar quién era yo mientras hacia esa lectura.
En esas página había también un mapa que yo había desplegado meses antes como un oráculo de papel. Había cerrado los ojos mientras dejaba caer el índice arbitrariamente sobre Monterrey. El dedo moviéndose hacia el sur como una lengua, deteniéndose en San Luis de Potosí, arribando a la capital.
Pero antes Monterrey.
Y antes: Houston.
Una muchacha de origen indio había respondido a mi aviso en busca de alojamiento por tres días en esa ciudad del sur que alguna vez fue parte de México. Su madre creyó que yo era una amiga y me brindó toda clase de atenciones: me acarreó a varios museos sin entender por qué su hija no quería venir conmigo y yo acepté porque en ese barrio elegantísimo –casas sin rejas rodeadas de enormes jardines de césped impecablemente rebanado– no pasaba la locomoción colectiva y tampoco yo podía permitirme un taxi. Apenas había podido costearme el viaje aéreo desde Massachusetts, antes. Me había pagado el pasaje no con el sudor de mi frente sino con las manos chorreando agua y la ropa estilando: mi trabajo de estudiante extranjera consistía en limpiar platos con una potente manguera que despegaba a chorro los restos de comida de los platos: los metía después dentro de una lavadora industrial que los dejaba humeantes como ardientes carbones blancos. Me había quemado los dedos durante tres meses de jornada más horas extra. De ahí salieron la mochila, el libro, la pensión india (y el transporte) más el billete de avión y luego del bus que me llevaría de Houston a la frontera. La buena señora india envuelta en su traje de seda me llevó hasta la estación y se despidió aterrada, como si yo fuera su hija y estuviera en peligro. La vida había puesto en mi camino a una madre suplente (y sin saberlo, a sueldo): la mía, mientras tanto, ni siquiera sospechaba por dónde andaba. Yo la protegía de sus miedos a mis desapariciones en países desconocidos.
¿Viaja sola?, preguntó el chofer cuando me subí. ¿Viaja sola?, repitió su asistente, interrumpiendo mi lectura, cortando en dos un boleto verde.
Atravesar el sur de los Estados Unidos en un bus lleno de mexicanos diversos; hundirnos todos, por separado, en la línea sinuosa de la carretera que cortaba en dos el desierto. La soledad y yo íbamos apoyadas ahora en el borde de la ventana, esperando, como amantes desahuciadas, que pasaran las horas. Íbamos enhebrando el paisaje con los datos que proporcionaba el libro de historia, mirando los carteles en la creciente oscuridad. Sealy. Columbus. Esa oscuridad que pronto sería total: Luling, Seguin. El bus seguía su camino. Pasaríamos San Antonio de largo, tiraríamos directo hacia el infame borde de ese país.
A cien metros nos dejó, al amanecer. Y no sé qué fue de los demás pasajeros. Solo retuve una imagen: haber caminado por un puente yermo y bajo un sol erguido. Haber cruzado la frontera, a pie, sobre el apacible río Bravo y no en sus turbulentas aguas , haciendo el camino inverso de tantos desesperados mexicanos: ese jugarse la vida a nado contra la felicidad que yo experimentaba.
¿Viaja sola?, inquirió el agente de inmigración a la entrada de Nuevo Laredo, ¿sola en este país y tan joven? ¿Chilena que viene del norte… a qué va a Monterrey si se puede saber? Contesté esquivando sus ojos, evitando una respuesta definitiva, comprendiendo de pronto la inutilidad de los cheques viajeros que yo traía en la mochila ante la posibilidad de la mordida. Me echó encima los ojos: desde las zapatillas gastadas a los jeans desteñidos, demasiado sueltos, como si además de haber adelgazado en ese momento me hubiera encogido. Me lanzó a la cara sus ojos morenos. Sola. Y por qué no, pensé en silencio, sosteniéndole la mirada. El agente timbró mi pasaporte y me lo devolvió como se devuelven en viejas películas del oeste. Con un amable hasta luego señorita, con un cuídese.
El comerciante de gallinas buscó a mi invisible compañero antes de preguntar si el asiento iba desocupado. Se desprendió de sus jaulas y se acomodó junto a mí, salpicado de plumas que cayeron también, lentamente, sobre el libro cerrado. El bus se llenó lentamente y pronto apareció el paisaje desértico que tantos años después ya no logro evocar pero que reconozco en las noticias: esa plácida carretera es ahora zona controlada por Los Zetas, un punto de repetidas desapariciones que el estado mexicano desatiende.
El cielo se fue nublando, volviéndose una garúa leve que había empapado la Central de Autobuses de Monterrey. Sé, ahora, que la Central es una leyenda literaria creada por autores como Joaquín Hurtado, como Eduardo Antonio Parra y Antonio Ramos. Autores que yo no oiría mencionar, que no leería, hasta mucho mas tarde. Me bajé en esa estación húmeda, sucia, acaso sórdida, donde dormitaba algún borracho, y busqué un lugar donde dejar mis cosas y pasar la noche. Las señoras de una taquería callejera me indicaron por donde debía ir. Me metí en el primer hotel que encontré. Mi presupuesto tenía severas restricciones y el precio me pareció inmejorable. El recepcionista del hotel, que entonces me pareció mayor, y algo sombrío pero educado, anotó mis datos en el libro de huéspedes, copio el numero de mi pasaporte y repitió la pregusta en ese hotel que parecía abandonado: ¿Y no le da miedo, señorita? Ese hombre algo huraño pero amable me seguía dificultosamente por los angostos escalones que llevaban hasta la pieza oscura, sin ventanas, con un baño tan pequeño que desde dentro no se podía cerrar la puerta. Tampoco había ducha. Tuve la pasajera impresión de que don Luis –eligió ese lugar para presentarse– estaba incómodo mostrándome la habitación, los sudores depositados en esa cama por cientos de huéspedes, los susurros estampados en las paredes, el papel raído. Volví a mirarlo y le sonreí. Él me devolvió una extraña mueca de amabilidad. Insistió en que caería una noche fría y que sin duda alguna yo necesitaría otra manta. Yo ya había decidido dormir vestida mientras él insistía en que me dejaría una en la pieza cuando yo saliera. El hambre me recordó que yo no tenía más que cheques viajeros y unos pocos dólares en una zona improbable para las transacciones. Además, era una tarde de domingo.
Atrás dejé hoteles, baños turcos, salas de masaje, comercios cerrados, y el metro elevado de la ciudad; pasé por cantinas de mala muerte y cafés cerrados. Siempre en línea recta para poder regresar cuando se hiciera de noche. Líneas rectas en todas las ciudades que no fueran Santiago, porque mi mapa mental solo funcionaba allá, reconocía aun sin verla la cordillera, sabía por dónde corría el río Mapocho y en qué dirección estaba el mar. No en Monterrey: por eso la línea recta, la atención a los carteles, a todos esos nombres que luego olvidaría.
La ciudad estaba encapotada y una lluvia fina iba mojándome lentamente. La suerte fue encontrar la oficina de información turística y encontrarla abierta. Un muchacho alto y delgado y bastante pálido sonrió al verme entrar, y sin preguntarme si andaba sola, sin preguntarme si me apetecía, me sirvió un café con bastante azúcar y me extendió un mapa del centro: estas son las calles que te interesa recorrer, dijo, y esas fueron las que visité después de rellenar una planilla con mis datos. Esa hoja de papel con mi nombre y procedencia justificaba su puesto de trabajo.
La Zona Rosa iba perdiendo sus colores a medida que la luz se extinguía bajo esa lluvia que me recordó a Santiago. Caminé por el barrio antiguo ya a oscuras y emprendí el camino de vuelta, con el estómago vacío, sin plata, casi, para llegar al D.F. El recepcionista levantó la cara y se alegró de verme. Tiene un mensaje, me dijo. Un mensajito, dijo casi eufórico, como si hubiera ganado una apuesta, como si hubiera confirmado una sospecha y le hubiera quitado un peso de encima. La acaba de llamar el señor Luis. Me reí de la ocurrencia, pero el hombre preguntó, como confirmando lo que ya sabía, lo que estaba anotado en su libro. ¿Usted no se llama… Lina… Meruane?. Dijo, descifrando su propia letra en el recado. Me llamaba Lina. Me apellidaba Meruane. Y tenía a alguien en Chile llamado Luis que no había sobrevivido a la distancia. Ni él ni nadie sabía dónde andaba, sin dinero, sin comida en el estómago, sin ducharme. Don Luis me acercó el auricular para que yo marcara el número de ese otro Luis. Es una broma, pensé. Este don Luis se está burlando de mí,, pero el teléfono sonó un par de veces al otro lado y una voz que de pronto me pareció cercana, conocida, contestó.
¿Qué Luis?, pregunté confundida. A don Luis se le iluminó la cara. Habría jurado que no conocía a nadie en esa ciudad, salvo al recepcionista que tenía enfrente. El Luis del auricular era el muchacho de la oficina turística que ahora me invitaba a comer y a dar una vuelta. Y por qué no, pensé, con un hambre perversa que me impedía pensar.
Pasó a buscarme en un auto antiguo, pura carrocería cercana a la chatarra pero con el brillo aparatoso de un Buick, y me llevó por la ciudad nocturna, me invitó a comer tacos callejeros que devoré sin temer enfermarme y ofreció cambiarme los cheques viajeros con una gente amiga suya en un hotel de lujo. Entró con mis cheques y regresó con pesos mexicanos que yo no conté antes guardarlos. Luis parecía tomarse muy en serio su trabajo como guía de la ciudad. Quiso mostrármela desde la cima de un cerro, el de la Silla o el del Obispado (miro el mapa de Monterrey, y veo que, como Santiago, está rodeado de cerros, nace a los pies de la Sierra Madre que en el sur llamamos Cordillera de los Andes). Era una vista festiva pero fantasmal, las luces de una ciudad adormecida. Y entonces Luis me preguntó (sí, él también) por qué viajaba sola. Y estaba muy oscuro pero yo alcanzaba a ver sus dientes, sus labios húmedos chupando su cigarrillo. Yo nunca le permitiría a mi hermana irse por ahí. Menos en México. Eso dijo. Y por qué noche, que no había razón para temerle a los mexicanos. Yo no tenía ninguna. No quería escuchar las razones del miedo. Luis, le dije entonces, ¿ya nos vamos? Salgo temprano mañana y ya se hizo tarde. no, pensé, mientras él apagaba la colilla. Y no había nadie más que nosotros dos contra el fondo iluminado, a lo lejos, de ese país hermoso y triste. Luces lejanas como estrellas fugaces en el parabrisas del coche. Me preguntó si de verdad no me daba miedo, y sé que sonrió como si supiera algo que yo no sabía. Yo había dejado de mirarlo. Luis había apagado las luces de su auto. Abría la ventana y pensé entonces, respirando el aire fresco de la de la noche, que no había razón para temerle a los mexicanos. Yo no tenía ninguna. No quería escuchar las razones del miedo. Luis, le dije entonces, ¿ya nos vamos? Salgo temprano mañana y ya se hizo tarde.