“Nadie me dijo que habría días como éstos”. (Un aniversario más de la muerte de John Lennon)
LA FAMA
suele ser una forma de incomprensión, tal vez la peor, sugiere Borges en
“Pierre Menard, autor del Quijote”. Y
a la hora de sentarme a escribir sobre John Lennon me veo ante el riesgo de
parafrasear una infinidad de cosas sabidas. Quizás la principal consista en
hablar de su singularidad. Verlo como una extraordinaria excepción al destino
común y opaco que acechaba a su generación, marcada por la cultura de masas y por
la represión de la Guerra Fría. Destacar su talento y ponderar su buena suerte:
estuvo casi siempre en el lugar
adecuado a la hora precisa. Pero eso deja fuera lo más obvio: Lennon vivió y
murió a la par del mundo que lo rodeaba, gozó de sus beneficios y padeció sus
excesos. Creció como niño de la guerra, entre escombros y orfandad, y terminó
su vida al más puro estilo de una estrella de rock. Su adolescencia transcurrió
bajo la neblina de la postguerra británica y la luz distorsionada de la ostentosa hegemonía norteamericana; su fama
se forjó durante la era de rebelión civil mundial de los años sesenta. Y en la
última parte de su vida, ya instalado en Nueva York, padeció la reacción
política que poco a poco se fue reinstalando en el gobierno de EE. UU. (pienso
en su larga lucha judicial por obtener la residencia norteamericana), y que se
manifestó primero en una represión sistemática, y después en una seducción
materialista: muchos de los que pregonaron un mundo igualitario en los sesenta
terminaron atraídos por el discurso retrógrado y consumista de Reagan. En
resumen: John Lennon nació durante un bombardeo nazi y murió abatido por las
balas de un loco estadounidense. Hombre del siglo XX. La imaginación era el
principal recurso; la realidad, la peor manera de despertar cada día.
Entre 1957 y 1970, Lennon pasa de intérprete a
ídolo mundial; de 1970 a
1980, va de ídolo a activista, y de activista a hombre de casa. En todo ese
proceso lo que más destaca es la improvisación: no había guión previo, Lennon
creaba sobre la marcha, a veces sorteaba los obstáculos magistralmente, en
otras ocasiones, caía en el remolino alimentado por la sobre exposición
mediática y todo lo que hacía o decía se desvirtuaba. Primero fue el dominio de
la técnica: reproducir lo mejor posible el rock and roll que llegaba del otro
lado del océano (tiendo a creer que incluso si los Beatles hubieran grabado
sólo covers habrían trascendido); luego la variación propia: configurar un
sonido particular. Entre el adolescente que cantaba Be-Bop-A-Lula y el músico que interpretaba I’m a loser o Nowhere Man hay
un largo trecho. Cuánta distancia también entre el primer álbum y el último de
los Beatles: de Please, Please Me a Abbey Road el tramo recorrido se mide en
años luz. La lectura es una forma de evolución. Y Lennon fue leyendo, entre el
fárrago de la beatlemanía, su propia circunstancia.
Creo que, al final, lo que más marcó a Lennon
no fue el optimismo de un mundo mejor (invocado en All You Need Is Love, Give
Peace A Chance e Imagine), sino
el choque con el mundo real, ése que descubre conforme la densa nube de la fama
se va disipando (y como prueba quedan los temas magistrales: Crippled Inside, Mother, Working Class Hero,
God y Nobody Told Me). Es el Lennon que abandona su matrimonio para
instalarse con su amante oriental; el que regresa la medalla que lo
“distinguía” como Miembro del Imperio Británico; el que cantaba decepcionado:
“el sueño ha terminado”. El estrellato lo regresó a su condición de héroe de la
clase media, ese que sobrevive y lucha con lo que tiene al alcance. El
ciudadano de a pie. Esa confrontación le permitió usar su fama para tratar de
cambiar las cosas. Trocar la incomprensión por un mensaje sencillo y directo. Salir
y decir, hacer de su exposición mediática una forma de contracultura. Y lo
interesante es que esa mezcla de ingenuidad, voluntad e intuición hoy todavía permanece.
Lennon murió justo al despuntar una de las décadas más difíciles del siglo XX,
imposible saber cómo hubiera reaccionado ante la implantación global del
neoliberalismo, las absurdas invasiones norteamericanas al Tercer Mundo, el
SIDA (visto como castigo bíblico ante el “desenfreno” de la revolución sexual),
la pauperización de dos terceras partes del planeta, la caída del Muro y la recolonización
norteamericana de Oriente. Algo intuía, sin embargo, al cantar, poco antes de
morir: “Nadie me dijo que habría días como éstos, días realmente extraños”.
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