lunes, abril 16, 2007

LA EXPERIENCIA DE LEER A ALFONSO REYES BAJO LA LUZ DE ESTOS DÍAS CONFUSOS ( a propósito de la presentación de la antología “Capilla Alfonsina”)

He creído siempre que la lectura es una actividad privada que se manifiesta en una actitud pública. Estrategia suprema para la libertad cotidiana; voluntad para salvar los días y las horas del casi inevitable olvido; herramienta insuperable para la cada vez más urgente formación ciudadana. Leer es trazar una cartografía propia mientras se transita por un territorio ignoto. Gracias a ella avanzamos sin perder de vista lo que dejamos a nuestras espaldas. Es una especie de andar en círculos, y finalmente es una lucha contra la desolación y contra la misma condición humana que abriga a un tiempo el deseo de conocer y las ansias de destrucción.
Infinitas son las posibilidades que esta actividad depara y podría enumerar un sin fin de ellas. No lo haré; prefiero, en cambio, concentrarme en algunos casos particulares y hablar por ahora de la lectura literaria. Me apresuro a aclarar que por tal no entiendo solamente el estudio de obras pertenecientes a esa categoría abstracta que llamamos literatura, sino una forma de leer la vida que parte de la experiencia literaria. Entender al mundo no como una fórmula comprobable, con una secuencia lógica e interminable de causas y efectos, sino desde un abanico de infinitas posibilidades que empiezan con uno mismo. La literatura es el reino de lo posible y nunca un simple reflejo de la realidad. Uno puede leer de manera literaria un tratado de física y entender que el universo se rige también por los inescrutables destinos del azar, y que dos por dos no siempre dan cuatro. La lectura literaria abriga también una de las más altas manifestaciones de la felicidad: la coincidencia: la fortuna de descubrir semejanzas (y diferencias) en autores alejados en la distancia, la lengua o el tiempo. Allí el conocimiento se torna reconocimiento y éste se perpetúa en una enseñanza íntima y cotidiana. Diálogo con la tradición y con uno mismo.
Bajo el amparo de esta magna posibilidad, pienso en la inagotable significación que representa la lectura de la obra de Alfonso Reyes en la actualidad. Y la ocasión es insuperable. Hoy se presenta una nueva antología de su obra. El Fondo de Cultura Económica, la Cátedra Alfonso Reyes del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Gobierno de Nuevo León han unido esfuerzo par poner nuevamente en circulación la sustancia de la obra alfonsina. El nombre de la colección es por demás evocador: Capilla Alfonsina. Doce tomos conforman esta antología temática. Hoy salen a la luz los primeros tres, cuyos temas son, si miramos bien, complementarios y en un momento me explicaré. Primero doy los títulos: “México”, “Teoría literaria” y “América”. A cada uno de ellos es preciso agregarle la primera parte de la oración: “Alfonso Reyes y…”. Efectivamente, la colección toda es un gran resumen de algo que podríamos denominar “Alfonso Reyes y la escritura”, o “Alfonso Reyes y la vida intelectual”, y aun así nos quedaríamos en una aproximación.
Porque Reyes aparece nuevamente, o mejor: nos sale al paso, se nos cruza en los diversos senderos de la cultura humanística. Y no hay misterio en ello: él recorrió las mismas veredas, tuvo las mismas dudas y las incorporó a su experiencia. De hecho, abrió nuevos caminos y acotó distancias. Sus preocupaciones son ahora nuestras (pero nosotros tenemos la ventaja de haber heredado su obra). Esa es tal vez la mayor aportación que nos puede dejar su lectura e la actualidad. Herencia nítida y cristalina, viva en una palabra.
Suele decirse que Reyes es una institución, o peor aún: que se ha institucionalizado. Y esto puedo ser cierto, en alguna medida. Yo prefiero decir que es una presencia ( o que puede serlo si nos acercamos a su escritura), una presencia a ratos tan cercana, tan cotidiana, que puede pasar inadvertida si adoptamos la falsa ilusión de creer que esta época es única y nada es comparable; y de cualquier manera sus efectos permanecen.
Los tres tomos de la antología que hoy presentamos son una prueba fehaciente. El primero se ocupa de su relación con México y lo prologa Carlos Monsiváis. El tema es sin duda fundamental y en un primer momento la relación fue de suyo contradictoria, como lo son todos los procesos modernos de formación identitaria. La propia constitución de Alfonso Reyes como intelectual (uno de los procesos más iluminadores de la vida cultural latinoamericana) es, entre otras cosas, un largo cuestionamiento sobre lo nacional. Lo mexicano es la instancia media entre la concreción de lo personal y lo universal de nuestro autor. Si duda, y este volumen así lo confirma, el cuestionamiento y la reflexión sobre México y lo mexicano se profundiza con la apresurada y dolorosa partida de Reyes a Francia en 1913. Todos conocemos los antecedentes. La relación estrecha y complicada de Reyes con su padre; la vorágine de la Revolución que se instaló de pronto en medio de esa relación y obligó al hijo, al vástago del general, a elegir y consolidar su vocación y saberse para siempre diferente a su padre. El General Reyes entendía a la nación como un estado primigenio, necesitado de mano firme para establecer su destino y su gloria. El poeta Reyes, veía en México a un país carente o con poca espiritualidad artística. El porfiriato había traído una paz forzada mas también una especie de tecnocracia antihumanista. Su primera visión de lo nacional, por tanto, había sido esencialmente crítica: comparación inevitable con el exterior y con los modelos culturales y estéticos que tanto él como su generación (el Ateneo de la Juventud) habían asimilado como propios. Los esfuerzos del joven ateneísta antes de su apresurado autoexilio, iban en pos de una humanización del estado y de sus instancias educativas. En ese país que estaba al filo del agua, Reyes sintió la necesidad de lo universal. Un cruel destino se aseguró de darle esa oportunidad.
Del México que precisa volverse occidental para garantizar un espacio autónomo y digno a la vida literaria, pasa, durante el primer periplo europeo, a la conformación de una cultura mexicana, profunda y palpable. La transformaciones eran entendibles. En Europa, Reyes requiere de un pasado, de una tradición cultural de espesor suficiente para legitimar su escritura ante sus pares metropolitanos. Y así lo manifiesta en una carta (fechada en agosto de 1922) al escritor yucateco Antonio Mediz Bolio: “Yo sueño –le decía yo a usted- en emprender una serie de ensayos que habían de desarrollarse bajo esta divisa: ‘En busca del alma nacional’.” Tal es el esfuerzo que impulsa, por ejemplo, la ejecución de Visión de Anáhuac.
Recrear lo mexicano y de paso explicarse a sí mismo. Es en dicho proceso donde también se ocupa de los otros dos extremos de su identidad múltiple. Lo local y lo universal, dos extremos que Reyes une con gran habilidad y que hoy constituyen una gran lección de vecindad en la tierra. Porque Reyes no es sólo por esos años un autor con cargo diplomático, es un interlocutor, un agente forjador de vasos comunicantes. Su labor individual se conjunta con una empresa mayor: demostrar la validez de la cultura mexicana y la nueva función que la América Latina habrá de desempeñar por esos difíciles años occidentales que mediaban entre las dos grandes guerras.
Como parte de ese proyecto de aportación americana; Reyes emprende, una vez concluida su carrera diplomática, la configuración de una teoría literaria. Esta magna empresa sería a la vez la culminación de su propia experiencia literaria. Y como bien señala Julio Ortega en el prólogo del segundo tomo, su intento de sistemaización de los estudios literarios sería muchas cosas, menos una postura dogmática ante el fenómeno de la literatura. Reyes se cuidará siempre en no caer en la preceptiva ni en formular reglas invariables. Su teoría parte de su propia experiencia y elimina así en gran medida la distancia (la geopolítica, podríamos llamarla) que mediaba entre los estudios europeos y norteamericanos y los realizados desde América Latina.
Considero muy afortuna la selección de los textos para este volumen. Se encuentran allí ensayos anteriores y posteriores a El deslinde, libro primigenio (se quedó en los prolegómenos) que resultaría, a la postre, el más alto esfuerzo por concretar una teoría literaria desde nuestras coordenadas. Porque Reyes intuyó y exploró los intrincados caminos de la concreción literaria. Reflexionó desde su condición de creador, de crítico y de teórico. No le fueron ajenas las faenas del historiador literario ni las del filólogo. Tuvo plena conciencia del carácter verbal de la literatura; pero nunca se quedó en la pura inmanencia; reconoció la dimensión estética de las obras y de pasó rechazó la otrora pretendida objetivación de los estudios literarios. El estudioso, el crítico, debe arriesgar un juicio, hacerse responsable de su interpretación y reconocer las limitaciones de su trabajo. No encuentro mejor lección para la crítica en la actualidad.
La teoría literaria alfonsina es una muestra de la aspiraciones más altas de la generación intelectual de Reyes, pues buscaba, entre otras cosas, garantizar nuevos espacios, espacios especializados para la reflexión y el estudio de la literatura. Y su influencia es aún duradera y fértil. Podría dar infinidad de ejemplos, me basta decir que en la mayoría de los congresos literarios que se realizan en América Latina la obra alfonsina ocupa un lugar destacado y que uno encuentra (o mejor: reencuentra, porque estos tipos de encuentros literarios son siempre reencuentros) jóvenes lectores de Reyes en Bogotá, Santiago de Chile o Rosario, Argentina.
Eso en cuanto a su presencia académica, pero hay más, porque la teoría de Reyes no pretendía anquilosarse en la rutina escolar sino salir a la luz pública, ser parte de los bienes culturales de nuestros pueblos.
Muestra suprema de la inteligencia americana: esa síntesis cultural que don Alfonso anhelaba para nuestras naciones. Pues su obra toda aspiraba también a formar parte de un conjunto mayor: la tradición cultural de América Latina. Tal es el tema del tercer volumen, el cual viene acompañado de una introducción de David Brading. Es muy interesante la tesis que plantea este estudioso de la cultura mexicana sobre los contrastes entre las visiones continentales de Alfonso Reyes y José Vasconcelos. Los dos reciben del ensayo Ariel del uruguayo José Enrique Rodó sus primeras lecciones de estética y ética americanista (de nuestra América, claro, pues la otra, la del Norte, representaba el contraste negativo). Pero mientras Vasconcelos centrará su relación con la naciones latinoamericanas desde la perspectiva de la ideología política (intenta convencer a los países vecinos de la nuevas políticas revolucionarias) y la sublimación del mestizaje racial (recordemos los postulados de su Raza cósmica), Reyes (a pesar de ser un diplomático, eso es, un representante de tales gobiernos) se basará en la dimensión cultural. Desde esta perspectiva su empresa está más cercana a los afanes fundacionales de Andrés Bello en el siglo XIX. Bello buscó la unidad hispanoamericana a través de varios textos fundamentales: su gramática castellana para el uso de los americanos, el código civil de la república e Chile y el discurso de Instalación de la Universidad de Chile, pronunciado en 1842 (por cierto y señalo esto como un dato de suyo interesante: en tal discurso Bello señala la necesidad de construir una universidad moderna que no fuera una simple reproductora del conocimiento europeo, sino un espacio de reflexión propio. Algo similar propondrá Reyes en su “Voto por la Universidad del Norte” de 1933. Crear espacios descentralizados para la formación de sujetos críticos y autónomos. Nuevamente no encuentro ideal más alto para la formación universitaria de nuestros días).
A su manera, Reyes hizo suyo el ideal bolivariano de unidad continental, lo hizo, sin embargo y como recién señalé, desde una perspectiva más amplia, la de la cultura (y en ella incorporó al Brasil, territorio cercano y desconocido a un tiempo). Gracias a este enfoque pudo comparar y contrastar (para él las diferencias entre México Argentina, por ejemplo, podría servir para dar una idea cabal de lo latinoamericano), y jamás imponer. Llevó y mostró la cultura mexicana, difundió autores y tradiciones, respetó las diferencias regionales, estableció relaciones culturales en lugar de meramente diplomáticas, y creó un correo literario que se anticipó a las actuales redes informativas. ¿Podemos pedir un modelo mejor de diplomacia?
Aún faltan varios volúmenes de esta antología. Sin embargo con esta primera entrega, la colección “Capilla Alfonsina” confirma plenamente la presencia de Reyes y nos muestra una infinidad de posibilidades. Nos toca ahora a nosotros leerlo y confirmar algo que ya sospechábamos desde hace tiempo: Alfonso Reyes es nuestro contemporáneo.