viernes, enero 27, 2006

DE LA AMISTAD LITERARIA


En uno de sus más bellos ensayos, Michael de Montaigne reflexiona sobre la amistad. Desde la soledad de su castillo y ante el silencio de centenares de libros, el ensayista debate sobre este tipo de relación humana. A los juicios lapidarios de Aristóteles y Cicerón (que hablaban de la amistad en términos de virtud, de ejemplaridad), Montaigne opone una visión sentimental sobre el tema y habla de la amistad en términos pasionales. ¿Qué buscamos en los amigos, semejanza o disparidad, aprendizaje o confidencia? Hay quien habla de la amistad en términos “familiares”: relaciones fraternarles, figuras paternas o filiales, que definen más un vínculo unívoco (de mando, podríamos decir), que una compatibilidad entre dos personas. En esa visión autoritaria, uno de los amigos pasa a ocupar el lugar del orden, de la ejemplaridad, y el otro asume el rol pasivo del alumno. No. La amistad es más bien una forma de complicidad. Una confianza que se desarrolla y fortalece en el tiempo. En literatura, los amigos se reconocen en el gusto compartido por las letras, en la vocación que se manifiesta de muy diversas maneras. Muchas veces este encuentro echa raíces y se transforma en dos o más expresiones, en dos voluntades realizadas a plenitud. La amplitud de la amistad literaria es inmensa: va del simple comentario sobre algún libro, autor o poema, hasta el diálogo crítico de dos o más lectores voraces. Puede o no manifestarse por escrito. Pero lo cierto es que detrás de cada obra literaria concretada, hay un grupo de presencias tácitas: palabras ocultas que revelan su germinación. Figuras reales (vivas o muertas) e imaginarias que rondan el proceso de escritura. No niego que la enemistad, el encono y la polémica también son estímulos para la creación, y que grandes obras han surgido de una vida huraña y solitaria. Pero la literatura implica diálogo y comunicación, y nunca faltarán dos misántropos que se encuentren y congenien a través del gusto compartido por las letras. No hace falta recordar aquí que la coincidencia es una de las formas más altas de la felicidad. La amistad literaria es tal vez la partícula más pequeña (y seguramente la más importante) de la república de las letras: ella inyecta la vitalidad a un arte, a un oficio que tiende a ser ignorado en nuestros días. A mí me consuela pensar en ella cada vez que leo o escucho los informes y las cifras de las ventas literarias anuales.

viernes, enero 20, 2006

DE LA CRÍTICA COMO CREACIÓN

Hoy convoco aquí un asunto difícil, complicado porque su sola mención provoca incomodidad o, peor aún, indiferencia. El malestar provocado es colectivo debido a que el asunto que me ocupa implica necesariamente la expresión de una individualidad, y eso resulta, en nuestro agitados y globalizados días, de suyo incómodo. Hablo de la crítica y del lugar que ocupa en la actualidad en nuestro campo cultural. El tema, a primera vista, no parece merecer el interés de la opinión pública, tal vez porque no se relaciona con ninguna fecha conmemorativa ni hace apología a algún autor premiado, ni ayuda a las ventas. No. Hoy me ocupo de “la loca de la casa”: el personaje más molesto y, a la vez, más necesario para el desarrollo de nuestras expresiones.
Pues si la literatura es una especie de cuestionamiento (del ser, del mundo, de la realidad), la crítica, al cuestionar la obra (literaria, plástica o filosófica), representa un doble cuestionamiento. ¡Vaya incomodidad! La crítica es el espejo, y no todos están dispuestos a mirarse en él porque obviamente no verán solamente el trabajo crítico, sino su propia obra expuesta. Trabajo difícil y poco valorado. Doy un rápido ejemplo: Aristarco de Samotracia, el gran crítico de Alejandría. Tal vez su nombre, condenado al olvido desde tanto tiempo, no diga nada, pero su trabajo crítico permitió la ordenación y clasificación de innumerables obras que hoy llamamos clásicas. Homero sin Aristarco sería un eco lejano y difuso en las playas del Mediterráneo.
Pero eso es sólo el inicio, el trabajo de rescate y ordenación. Viene luego la parte más complicada: la interpretación y el juicio. Alfonso Reyes, al realizar la anatomía de la crítica, sólo dividirla en tres niveles: impresión, exégesis y juicio. El primer nivel es nuestro contacto inicial con la obra artística, guiado por la intuición y la sensibilidad; el segundo es más cercano al trabajo académico (su explicación y clasificación –temporal, estética- para su difusión y conservación); el tercero implica una responsabilidad mayúscula: emitir un juicio y hacerse responsable de él. He aquí la sustancia crítica y la base de su antipopularidad. Cuántas veces hemos escuchado la trillada frase: “el crítico es un creador de segundo orden” o “el crítico es un autor fracasado”. ¿Es la crítica una especie de subcreación? ¿No será a la inversa? Expresar una interpretación siempre es arriesgado, más si el tema en cuestión es una obra de arte. Y lo es porque es una traslación del espacio privado al público, y en ese camino el riesgo es permanente. El crítico, antes que nada, es un lector, pero su lectura es de índole múltiple (estética, histórica, crítica). Su labor es asimilar la impresión del contacto; entender las redes comunicativas de la obra (con ella misma y con otras obras); y estructurar su interpretación en un juicio (esto es, dar la cara). La acción requiere de un cuidadoso equilibrio: si abusa de la impresión, hablará de él mismo y no de la obra; si se queda en la exégesis, alabará un método y no una creación estética; y si exagera un juicio, creará un libelo o una apología y no un texto crítico.
Para finalizar, retomo los dos cuestionamientos anteriores. La crítica no es una creación de segundo orden: es una creación en sí misma. Es la invención de un universo literario. Siempre se ha dicho que sin literatura (sin arte en general) no puede haber crítica; pero lo mismo sucede a la inversa. Sin crítica no hay literatura, sólo un listado de obras. La crítica no es una institución: es una forma de articular la experiencia estética, y todos tenemos el derecho a ejercerla. No de otra cosa está hecha la opinión pública. Terminemos de una vez con la indiferencia. Es nuestra labor como lectores, es nuestro deber como ciudadanos. (2005)

viernes, enero 06, 2006

UN AÑO PARA LEER EN SILENCIO

Este 2006 se inicia, en literatura, de manera más modesta que el año pasado. El gran alboroto que provocó la celebración del cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote ha cedido por fin y Mozart llega hoy para destronar a Cervantes. La literatura (bueno, en realidad: la maquinaria para publicitarla) deja de estar en el candelero para dar paso a los fastos musicales. En lo personal, celebro que así sea. Estoy seguro que ninguna de las grandes estrategias publicitarias que nos recetaron a lo largo de los últimos 365 días cambiaron significativamente el porcentaje de lecturas de la obra cervantina. Tengo la seguridad, en cambio, que muchísimas personas recibieron o regalaron en el 2005 un ejemplar del Quijote (en edición conmemorativa, por supuesto), pero hasta allí llegó el gesto: la misma dinámica que promovió (e impuso) la presencia de la novela de Cervantes hace cada vez más difícil su lectura (desde luego: eso a los promotores y las agencias que se llenaron los bolsillos les importa muy poco). Cuánta distancia entre comprar y leer un libro; lo primero se ha facilitado sobremanera, lo segundo, parece ya irrelevante para el mercado (incluso inconveniente, pues ello implicaría una transformación fundamental en la industria editorial). Libros y autores son celebrados por sus ventas y por su presencia en los medios, eso no es ninguna novedad, lo alarmante, sin embargo, es la implicación inmediata de este fenómeno: la perdida de espacio para los lectores que no se conforman con ser simples consumidores de bestsellers. Hay quien se siente optimista ante las imágenes de las librerías atiborradas de adolescentes a la espera de la última entrega de Harry Potter; a mí me preocupa que para esa multitud las referencias no pasen de ese formato (o peor aún: que sea ese formato lo que los atraiga). No generalizo, pero ese tipo de consumidor suele perseguir la repetición de la fórmula y no la exploración que el acto de lectura representa. No estamos tampoco, como sugieren otros, ante la repetición del fenómeno folletinesco: el inicio de la literatura popular en los siglos XVIII y XIX fue acompañado por la creación de la opinión pública y la democracia representativa. Al contrario, nos enfrentamos a una tremenda y paradójica reducción de posibilidades, a un impresionante proceso de homogenización, que sólo podrá ser revertido de manera individual y paulatina a través de la manifestación del juicio del lector. Hagamos de este 2006 un año para la lectura en silencio y acortemos la distancia entre comprar y leer.

domingo, enero 01, 2006

DE LA LECTURA EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN

¿Qué significa la lectura en una época como la nuestra? Y de manera más precisa:¿cuál es la significación de la lectura literaria? Es evidente que la dinámica (económica, política, educativa) actual ha asociado la tecnología con los medios audiovisuales (la imagen, el sonido) y estos se han convertido en un referente unidimensional, como si el mundo fuera una secuela de imágenes perfectamente codificables por los medios masivos de comunicación, y sólo eso. Hoy vemos con asombro cómo las reformas educativas, ante un creciente “déficit de calidad” (el término es obsequio de las más recientes teorías económicas), apuestan por la tecnología como único medio para salvar a las nuevas generaciones (una escuela sin computadores pertenece a otra era). El internet, nos aseguran hasta el cansancio, es la respuesta para el estudiante mediocre, para la alumna distraída o para el holgazán que suele asociar cultura con aburrimiento (o, peor aún, con inutilidad). En la llamada cartografía del conocimiento aparecen sólo los países con una cantidad considerable de conexiones a la red (es un mundo desolador el que allí se dibuja, o mejor dicho es medio mundo: figuran en su mayoría países del hemisferio norte): ¿dónde está el resto? Los estereotipos apocalípticos (el “hommo videns”; los “15 minutos de fama”; la mentalidad televisiva; la sociedad teledirigida) auguran el fin de la era Gutemberg, la desaparición del libro y el reinado del analfabetismo funcional. ¿Y la lectura? Increíblemente, a la lectura se le comienza a relacionar con una actividad del pasado (como si las imágenes no pudieran ser leídas; como si la navegación por internet no fuera un acto de lectura). Y lo mismo acontece con la literatura (la modernidad le otorgó el libro como soporte y como forma). ¿Por qué? Tal vez porque la lectura es un acto de meditación (y al final de comunicación). Hazaña liberadora sin precedentes: de Dante y Montaigne a Gandhi y Mandela; de Cervantes a Borges. La lectura implica diálogo y, a la postre, tolerancia (el fundamentalismo ya no es una lectura, es una memorización que termina por tergiversar); la lectura literaria, por su parte, es posibilidad y apertura a otro tipo de conocimiento (desdeñado por la razón instrumental del desarrollo tecnológico): el saber de la sensibilidad y el deseo de comunicación y trascendencia. Retomo finalmente los dos cuestionamientos iniciales: la lectura en la globalización significa estar consciente de la dimensión histórica de ese fenómeno político-económico, y la lectura literaria pude ser una óptima forma de humanizar dicho proceso. (2005)