sábado, febrero 25, 2006

LITERATURA Y CRISIS

Es fama que la literatura suele anticipar la catástrofe, el desgarramiento de las personas o del mundo. Será por su índole, a la vez visceral y analítica, o por su condición invariablemente ligada a la precaria fortuna humana. El caso es que detrás de cada acontecimiento memorable o lamentable, hay un millar de páginas escritas con sangre y dolor. Las conquistas de los filósofos y los psicólogos van tras los pasos de un poeta en crisis.
Y no hablo aquí de los himnos y demás creaciones inflamatorias de la hegemonía militar de los pueblos, no. Pienso en las obras particulares, surgidas de la desesperación y la locura, de la crítica y la ironía. La voz de la minoría disidente. El siglo XX, pletórico de totalitarismos y políticas demenciales, fue un extraordinario caldo de cultivo para esta literatura. Recuerdo una breve historia que viene a cuento. Poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, cuando el imperio austro-húngaro imponía su anacrónica existencia, se publicaba en Viena una revista inusual, expresión colectiva de un solo individuo que escribía contra todo y contra todos: la corrupción, la condición fantasmal del reino, las adulaciones monárquicas de los literatos mediocres, el psicoanálisis (o mejor, sus excesos: para la segunda década del siglo XX había más piscoanalistas en la capital de Austria que coches, y se abusaba tanto de la metodología que no era difícil encontrar interpretaciones osadas que descubrían el complejo edípico hasta en la elección del menú), y la insana carrera armamentista europea.
La revista era Die Fackel (La Antorcha); su dueño y redactor: Karl Kraus. La escritura de Kraus (al igual que la de la pléyade de escritores contemporáneos de la Europa Central: Hermann Broch, Robert Musil, Franz Kafka, Joseph Roth) anticipó la gran crisis existencial de la cultura occidental, a la par que renovó y vitalizó a la literatura misma. Pero he aquí que el gran detractor del imperio se enamoró de una condesa: Sidonie Nádhermy von Borutin. La condesa, a pesar de sus tic liberales y el amor que le profesaba a Kraus, vivía atada a la tradición en su castillo de Janowitz. Europa estaba a punto de estallar y ellos debían tomar partido. Kraus estaba decido a arriesgarlo todo; pero la condesa permaneció fiel a su alcurnia, presionada por familiares y amigos (incluso el gran Rainer María Rilke, poeta nostálgico del mecenazgo y morador de castillos ajenos, le aconsejo la separación). Ella se casó en 1915 con un conde italiano: ambos confiaban en la pronta restauración del ancient regime. Ese mismo año, el número de La Antorcha apareció con las hojas en blanco, manchadas de tinta. De nueva cuenta la visón desgarradora de la literatura había acertado.

martes, febrero 21, 2006

RULFO, A VEINTE AÑOS...

Juan Rulfo... basta mencionar su nombre para evocar muchas cosas, pero, luego de un rato, todas esas evocaciones terminan por dar paso a un silencio elocuente. Y es que, con el paso de los años, su obra, breve y contundente, ha cobrado dimensiones casi míticas. El tiempo corre y la novela y los cuentos de Rulfo permanecen. El discurso revolucionario, rico y contradictorio, que envolvía el contexto de su escritura se ha desvanecido en la retórica, torpe y esencialista, de la política estrecha e iletrada de Vicente Fox y sus sacerdotes tecnócratas. El latifundio porfirista ha sido trucado por la privatización masiva. Ya no hay caciques sino empresarios de medio pelo. ¿Quién sería Pedro Páramo en el México actual? Las posibilidades, por desgracia, son infinitas...
Rulfo murió hace veinte años (tal vez había muerto antes, en la década de los cincuenta, cuando dejó de escribir y se convirtió en la ausencia de su propia presencia), pero en las instancias oficiales del gobierno de México no se habla ni de él ni de su obra. Y si el año pasado el presidente “regaló” un millón de ediciones del Quijote (previo contrato con reconocida casa editorial trasnacional), para este 2006 evitará hacer mención a un autor que nunca ha leído, tal vez por temor a equivocarse y llamarlo de otra forma (ya una vez, en España, creó, durante la protocolaria apertura de un congreso literario, a un escritor fantástico: “José Luis Borgues”, ante el asombro de los literatos presentes). Y, con todo, Rulfo permanece, tal vez porque su escritura está acostumbrada a reposar en el llano, en la tierra estéril de la intolerancia y el olvido forzado.
En esos personajes rulfianos, sombríos e indiferentes, que dan siempre la espalda a la realidad impuesta desde arriba, a la historia redactada desde las oficinas y haciendas de los poderosos, se encuentran los gestos críticos que aún resuenan en la mayoría de los mexicanos. Ellos tampoco sonríen cuando les prometen que en algunos años todos tendrán lavadoras y computadoras en sus hogares, garantizando con ello su modernidad (y su felicidad). Porque tal vez la verdad sea una sola: ya hemos realizado el descenso de Juan Preciado, habitamos entre fantasmas y hablamos lenguas desconocidas. Nadie escucha a nadie.
Yo leía a Rulfo en la secundaria, ahora las clases de literatura están casi extintas. Ante tal desolación, comprendo el largo silencio de Juan Rulfo, con lo que escribió fue suficiente.

viernes, febrero 10, 2006

DARÍO EN AGONÍA
(A NOVENTA AÑOS DE SU MUERTE)



León, Nicaragua, 6 de febrero de 1916. Las últimas horas de Rubén Darío: la literatura hispánica está a punto de perder al más grande poeta de los últimos siglos. El gran vate ha regresado a su humilde pueblo, luego de recorrer con su pluma y su presencia el orbe hispánico. Muere Darío, el poeta que cambió la dinámica de la literatura hispanoamericana, aquél que se atrevió a desafiar la ortodoxia castiza de los literatos nacionales y “ofendió” a los guardianes de la gramática castellana. Contemplo la última foto tomada en vida del poeta. Se puede ver ahí a un Darío agonizante, demacrado y súbitamente envejecido. El alcohol y la poesía habían sellado su destino. Y no obstante, en esa mirada delirante del moribundo, hay una certeza: la permanencia de su obra. Rubén Darío es su propia tradición.
Esa tradición se inicia con el desplazamiento físico (que también será literario). El joven nicaragüense que ya ha devorado las escasas bibliotecas de su pueblo (sabemos que leyó y se apropió de la Biblioteca Rivadeneira de clásicos castellanos) y está listo para partir y buscar mejor fortuna. Así llega a Chile, siendo un muchacho todavía, y se dedica a la vida y a la literatura (escribe en algunos periódicos). En 1888 –no podemos olvidar esa fecha- publica en ese país un libro único, irrepetible: Azul... Nada será igual a partir de allí. El crítico español Juan Valera, tras acusar recibo del libro, lo tilda de trasgresor por trastocar el idioma y padecer “galicismo mental”. Aunque su lectura posee la carga de la visión anacrónica de la vieja monarquía, Valera no se equivoca en un punto: Darío ha hecho una lectura heterodoxa de la literatura en español y la ha enriquecido con formas y giros apropiados de otras literaturas (de la francesa especialmente). Su conducta es moderna, equilibrio perfecto entre un gusto estético supremo y una conciencia crítica. Azul... es un híbrido, mezcla de relato y poesía, que anuncia y confirma la emancipación del escritor latinoamericano. Darío no será nunca un autor oficial, será un creador dueño de sus propias palabras: “Mi literatura es mía en mí”, confiesa en las “Palabras preliminares” a Prosas profanas (1896), su segunda gran obra.
El derrotero de Darío es la trayectoria del modernismo hispanoamericano. De Santiago de Chile a Buenos Aires (la gran capital de la prensa latinoamericana), y de allí a Europa. Darío establece en París la capital de la literatura latinoamericana, creando así una biblioteca andante de autores y obras. Su literatura pasa de la auto-referencia a la reflexión cultural, del verso blanco al canto continental. Su estética se convierte en la ética de una generación, por doquier surgen autores y publicaciones que proclaman sus victorias y prometen la continuidad de su ejemplo. En México, la Revista Azul, creada por Manuel Gutiérrez Nájera, defiende la libertad del autor y anuncia una nueva forma de entender la creación: la literatura propia, personal y universal a un tiempo. En Uruguay, José Enrique Rodó se declara modernista como Darío y bajo su prisma desarrolla su crítica cultural. Incluso en la añeja y anacrónica España, la influencia de Darío es notoria (imposible entender la poética de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, sin la presencia del poeta nicaragüense) y sin ella hubiera sido imposible la revolución poética de la generación del 27.
Así es. Ese 6 de febrero moría un capítulo completo de nuestras letras. Apenas han pasado noventa años, y sin embargo su obra se nos presenta como si fuera un canon milenario. Tal vez ese sea el gran lastre de Darío: siendo el primer poeta libre de nuestras letras, se le recuerda como un personaje esteriotipado –el vate- y no como un creador revolucionario. En su aniversario luctuoso, compensemos su penosa agonía al revivir ese capítulo que nos dejó su vida y su obra (sin el cual, el resto de nuestra historia literaria estaría inconcluso).