jueves, noviembre 16, 2006

OBJETOS PERDIDOS
En la estación de un metro cualquiera alguien deja olvidado un libro en el andén. Los pasajeros abordan y descienden con celeridad. Nadie repara en ese “objeto perdido”. De pronto una persona se sienta a su lado, lo toma y apenas lo observa; levanta la mirada y, cuando está segura que nadie ha espiado sus movimientos, guarda el libro y se acerca a las vías esperando ansiosa la llegada del tren para perderse nuevamente en la multitud. Su mañana ya no será tan rutinaria: tiene ahora un inesperado obsequio, puede ser un buen libro, la gran novela que ha soñado leer o escribir, o puede ser sólo un manual de finanzas o un compendio de consejos para ser feliz. Pero ¿cómo saberlo? Tal vez esa persona ni siquiera es lectora y sólo lo tomó para satisfacer un rápido impulso de curiosidad, el cual desaparecerá al llegar a la siguiente estación. Allí ella repetirá el ritual precedente: lo dejará en algún banco, ni muy oculto ni muy visible. Estamos ante el inicio de una larga travesía. ¡Ah, la desconocida trashumancia de los objetos perdidos! A veces pienso en la infinidad de cosas que he perdido y me pregunto por su paradero. Nostalgia fetichista: ejercicio inútil, pero entretenido. Libros que dejé en lo asientos traseros de los taxis, paraguas que olvidé en parques o tiendas, bufandas que se quedaron colgadas de los percheros que custodian las entradas a bares y cafés. Perder cosas resulta a veces tan absurdo como hacerse de ellas. ¿En qué medida nos pertenecen? Son el efímero testimonio de nuestro paso por el mundo. Un cepillo de dientes abandonado inconscientemente puede ser el único testimonio de nuestra estancia en algún lugar. Porque nos movemos entre multitudes, entre infinitas historias iguales y distintas a las nuestras, y sólo nuestra memoria y los pocos efectos personales nos distinguen en esa mancha gigantesca que es la vida urbana. Hace años perdí un guante en el subterráneo de Buenos Aires, aún conservo el otro, el que se quedó protegido en los bolsillos de mi abrigo. No sé por qué, quizá espero encontrarlo o quizá retengo el guante para acordarme que el par lo perdí en Argentina. Los objetos perdidos oscilan entre el buscar y el encontrar. Muchas veces no nos enteramos nunca de que hemos perdido algo; otras, encontramos los objetos de alguien más y culminamos sin saberlo la búsqueda iniciada por otro. Es una cadena infinita en la cual todas las partes funcionan en conjunto y separadas. Todo confluye en un instante. El momento en que nuestro descuido nos hace dejar algo. ¿No será ese momento una forma de comunicación, un recordatorio cotidiano de nuestro efímero paso por este mundo? La historia de una vida bien podría caber en el cajón de la oficina de reclamos, esa a cuya entrada se lee “Objetos perdidos”.

viernes, noviembre 03, 2006

CONSPIRADORES

La conspiración puede ser un arte... o una traición (tal vez las dos cosas al mismo tiempo). Pero nunca se realiza sin una determinada idea del tiempo y de la historia (en cualquiera de sus niveles: desde el más particular e insignificante hasta las acciones que detentarán el adjetivo “histórico”). A los conspiradores los une el deseo de transformación y la imaginación liberada. Están conscientes de que pronto dejarán de ser lo que hasta entonces han sido. La vida y la política se convierten en la misma experiencia. Un legado que desde el principio adquiere matices épicos, legendarios. Infinitas son las historias de conspiradores, muchas de ellas permanecerán en el olvido, pues la lectura histórica es impuesta, generalmente, por los vencedores (conspiradores de otra índole). De esa infinidad de posibilidades, a mí me interesan los que conspiran por la libertad (política y artística).
En la historia latinoamericana, la gran era de los conspiradores se concentra en los días álgidos de las luchas independentistas. A lo largo de las dilatadas colonias hispánicas, criollos, mestizos y nativos empezaron a imaginar una transformación radical. Sin duda había intereses económicos de por medio: el control de la administración de los recursos. Pero también deseos de madurez intelectual. Ansias de expresión. Quiero referirme en particular a un grupo de conspiradores; locos geniales que se embarcaron en la más ambiciosa de las empresas: soñar un país único, vasto y con un solo espíritu. Estamos en Londres al despuntar el año de 1812. El “fracaso” de las Cortes de Cádiz y las primeras luchas insurgente habían hecho de la capital británica el refugio y el centro de operaciones de muchos grupos rebeldes. Americanos de todas las regiones llegaban allí para conseguir apoyo del gobierno británico. Los ingleses toleraban la presencia de estos exóticos occidentales pero no se decidan a ayudarlos (no querían estropear su alianza con España en la lucha contra Napoleón). Los conspiradores se vieron de pronto varados en la isla, sin poder regresar a sus regiones. En el número 27 de Grafton Street, hogar de un mítico general venezolano que había peleado en todas las batallas posibles, se reunían entorno de una vasta biblioteca de autores clásicos. Podemos imaginar a los concurrentes: un joven gramático y escritor venezolano, un fraile mexicano propenso a la fuga, un español liberal de sangre irlandesa, y varios militares argentinos. En sus conversaciones delirantes, alimentadas al calor de las lecturas y el licor, evocarían una nación futura, a la cual dotarían de sentido, de profundidad. Cada uno la imaginaba a su modo y la llamaba de manera diversa. La realidad, adversa como suele ser con los soñadores, pronto los haría percatarse de que sus proyectos tardarían en concretarse, muchos aún siguen esperando. Y sin embargo mucho de lo que somos, o pudimos haber sido, fue antes imaginado por ellos, esos conspiradores delirantes. A veces la realidad precisa vitalmente de la ficción, de la conspiración.