Estampa de la FIL de Guadalajara
Más que a la inmovilidad o a la veracidad del
retrato, apelo al artificio, al registro
simbólico y múltiple de la estampa para describir la puesta en
escena de lo que podríamos llamar la vida literaria latinoamericana en el
momento presente. Estampa como transmutación plástica de una visión religiosa;
estampa como registro ideológico. El escenario es, por supuesto, la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara, considerada, de manera unánime, como la
más importante del orbe hispánico. Para elaborar esta estampa, voy a dar por supuesto la
existencia de una geometría de la
literatura, de un espacio cuadriculado donde se despliegan las estrategias
simbólicas de un universo repleto de
referencias. Idealmente, ese lugar debería construirse con base en la lectura,
pero, en su lugar, intervienen ahora otros procesos, algunos más determinantes
que otros. La relación entre el autor, la obra y el lector se encuentra mediada
por infinidad de factores, eso lo sabemos bien. Ya años antes de que Pierre
Bourdieu designara como “campo” al vasto y difuso territorio simbólico de la cultura, Robert
Escarpit había señalado que la literatura, en su dimensión material, pasaba
invariablemente por la dinámica del mercado.
Hablar
de mediaciones en el terreno de la percepción estética implica la formulación
de varias preguntas: ¿qué factores participan para que alguien, en algún
momento, acceda a un libro (material o electrónico) y lo lea? ¿Es una feria del
libro la mejor vía para acelerar este proceso o, mejor dicho, para mejorarlo?
No lo sé, pero tengo la impresión de que aquí, y escribo esto en plena Expo de
Guadalajara, lo fundamental es otra cosa: remarcar un estatus, definir una
tendencia, mantener la hegemonía. Es, literalmente, la exposición
del canon, colocado estratégicamente al centro, en la parte más vistosa, para,
desde ahí, ir desplazando, de manera
cuadriculada, su influencia al resto del territorio. La palabra feria pierde
aquí su acepción medieval (la reunión de artesanos para compartir e
intercambiar los saberes de un oficio), y adquiere connotaciones cercanas al
mercado de la bolsa: transacciones, contratos, secretos profesionales,
especulaciones, inflación y, sobre todo, crisis. Los horarios de atención así
lo confirman: la FIL está, durante buena parte del día, reservada para
“expositores”; el público (el supuesto “target market” principal) sólo puede
ingresar después de las cinco de la tarde.
Debo
añadir que estamos hablando del simulacro de la lectura en un país sin
lectores, en una nación donde la retórica de la cultura ocupa un espacio
central, pero sólo discursivamente: esa hegemonía territorial se desvanece en
cuanto uno se aleja de la Expo. Y yo no puedo evitar comparar la escena del
ingreso discriminatorio a la FIL con la realidad de las políticas culturales
mexicanas: se invierte en el protocolo, en la ostentación, pero al público se
le deja varado a su suerte.
Este
año, la edición de la FIL tuvo algunos
contratiempos; el principal fue la polémica desatada por la entrega del Premio
de Literatura en Lenguas Romances (otrora llamado “Juan Rulfo”) al escritor
peruano Alfredo Bryce Echenique, acusado y condenado de plagio literario. La
nota, vista con mayor detenimiento, reflejaba la despiadada disputa por la
legitimidad de un oficio que se mantiene, en América Latina, gracias a una
complicada y codificada serie de conductas y discursos más cercanos a la
mercadotecnia que a la literatura (la retórica de las políticas culturales de
nuestras naciones refleja constantemente la inadecuación entre el discurso
jurídico y el literario). Después estaba el inminente cierre de sexenio: el
cambio de gobierno y de partido, con todo y la renovación de la plana cultural:
los altos funcionarios debían tirar la casa por la ventana –es decir, agotar el
presupuesto para no tener que devolverlo-
porque luego no habría oportunidad. Y, finalmente, la necesidad de
procesar simbólicamente la muerte de Carlos Fuentes.
Ante
tal panorama, se entregó el premio de manera privada, y se dio prioridad a la consagración de Fuentes
como el segundo escritor clásico mexicano, después de Octavio Paz. La
inauguración de la FIL siguió este tenor jerárquico: se convocaron a las
autoridades culturales, a las “celebridades internacionales”, a los “emporios”
del mundo editorial y se dejó sobre la
mesa la necesidad de un sucesor (¿Fernando del Paso, José Emilio Pacheco,
Sergio Pitol?).
En
esta estampa, la ubicación lo es todo: los protagonistas se alojan en el
Hilton, y los aspirantes a serlo se dedican a “hacer lobby”, a estar lo más
cerca posible de este centro que, por una vez al año, deja de ser virtual y se
convierte en un lugar concreto. Si uno pone atención al cuchicheo, al murmullo
que producen los escritores, los editores o los periodistas, podrá percatarse de
que “alguien importante” está cruzando tal pasillo o dando equis charla. Pero
si hacemos un ejercicio contrario y tratamos de adivinar quién es quién sin
previa noticia: no distinguimos nada, vemos sólo personas andando de un lado
para otro, alzando la vista en busca de algún saludo estridente y ostentoso. Es
una estrategia de visibilidad, ante la invisibilidad que produce la carencia de
un público consumidor de letras. Y no deja de ser irónico que la fila más larga
para conseguir el autógrafo de un autor
haya sido la de la ex -golfista mexicana Lorena Ochoa, cuyo título es en sí
representativo de las conductas lectoras
nacionales: Soñar en grande.
Los salones y auditorios (los pequeños
designados con las letras del alfabeto; los mayores, con nombres de autores
jaliscienses) contienen presentaciones y mesas de discusión. Se presentan las
novedades; se discuten las posiciones en
el canon: quién ocupa tal lugar y por qué. Así es, señoras y señores, aquí, y durante algo más de una semana, se
dirá qué es la literatura latinoamericana, cuáles son sus nuevas
manifestaciones y hasta quiénes ocupan los márgenes, en total actitud
“disidente”. Se afirma, por ejemplo, que el carácter de “maldito” en algunos
escritores reside en su estilo de vida (o forma de muerte); o que fulanito de
tal va a ser traducido al polaco; o que una naciente editorial independiente, y
con algunos buenos títulos en su breve catálogo, acaba de ser adquirida por una mayor, de
carácter trasnacional. Y después, un brindis, y más tarde otro; y una
celebración en tal cantina, y luego otra.
Y
uno no puede evitar sentirse testigo, espectador de un campo literario en apariencia vigoroso y
existente. Pero sólo basta salir de la Expo, caminar a la esquina, abordar un
taxi y escuchar la lapidaria confesión del taxista: “La Feria más importante
que se hace aquí en Guadalajara es la de los ferreteros”, para regresar a la
cruda realidad. La estampa representa más un acto de fe, que un documento
veraz.
(Publicado en el suplemento La Panera, núm. 35)