martes, mayo 28, 2013

El duelo como escritura, la Oración del 9 de febrero, de Alfonso Reyes

Alfonso Reyes comenzó su peculiar y personal Oración marcando, desde el título y las primeras líneas,  una fecha tácita: el día que daba inicio a  su escritura se cumplían diecisiete años de la muerte del padre. La efeméride detonaba la redacción, sin embargo la gestación venía de mucho antes: desde el sonido de la metralla que terminó con la vida del general Bernardo Reyes el domingo nueve de febrero de 1913. La violenta muerte del general, ocurrida a las puertas del Palacio Nacional, desencadenó la llamada “Decena trágica”: esos  diez días que marcaron el fin de la presidencia de Francisco Madero y el inicio de la dictadura de Victoriano Huerta. Esos son los datos duros, los hechos registrados por la prensa y los historiadores. En una primera lectura, y con los antecedentes que acabo de mencionar, la atención parecería ir hacia atrás, retrocediendo en el tiempo. Pero no es así, o no lo es completamente. La Oración del 9 de febrero  indaga en el universo de la subjetividad,  tantea lo  que hubiera podido pasar,  y cuenta lo que, en cierta medida, no pasó, pero igual pasó tras ese trauma crucial en la vida de Alfonso Reyes y del México moderno.  Tras la muerte del padre, el camino se bifurcó para el hijo, quien decidió tomar el sendero de la vocación literaria y sellar su destino. Eso lo sabemos bien.  Pero al comenzar a escribir su Oración, en Buenos Aires,  esa mañana de febrero, en pleno verano austral,  Reyes recorrió simbólicamente el otro camino, el clausurado. Sería un ejercicio peligroso y lleno de dolor: “Es difícil bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos.”
 ¿Qué le pasaba a Reyes en ese momento? Era el año  de 1930, el escritor se encontraba, como recién apunté,  en Buenos Aires, cumpliendo con sus últimas  funciones como embajador, antes de dejar el cargo y trasladarse a Río de Janeiro para asumir la representación mexicana en Brasil. En México, no hacía mucho había tomado posesión como presidente Pascual Ortiz Rubio  (por cierto, el mismo día que asumió el cargo fue objeto de un atentado por parte de un seguidor de  José Vasconcelos).  Estamos en plena consolidación  del periodo conocido como  el  Maximato, esto es,  la prolongación del poder presidencial de Plutarco Elías Calles a través de políticos vicarios, como el propio Ortiz Rubio.  Tras dos décadas de procesos revolucionarios, el país no se había estabilizado todavía. La muerte del padre representaba, simbólicamente, un acontecimiento histórico presente, un hecho que la historiografía oficial quería dejar atrás y condenar al olvido.
Por su parte, Reyes precisaba cerrar el duelo y entrar en una fase de aceptación, necesitaba  elaborar narrativamente la pérdida y confrontarla con su propia condición de sujeto. Evocar al padre implicaba también cuestionarse como hijo. ¿En qué medida era él la prolongación del padre? ¿Y en qué medida no lo era?  La  escritura, que es en sí una forma de ordenar el tiempo y de darle sentido al pasado, sería la vía para procesar el duelo. Al igual que Kafka en la estremecedora “Carta al Padre”, Reyes recurría a la escritura para conjurar las distancias, para tratar de abrir nuevos canales de comunicación. Pero sobre todo, ambos, el escritor checo y el escritor regiomontano,  tenían como destinatario final a ellos mismos. Los padres, uno muerto y el otro indiferente ante la vocación del hijo, jamás se darían por enterados.
Alfonso Reyes redactó la Oración entre febrero y agosto de ese año. Partió de la fecha de la muerte y terminó el día del cumpleaños del general.  Recorrió el camino inverso: de la muerte a la vida, del olvido a la memoria.  La oración como género de escritura, como obra de elocuencia y persuasión,  está cercana a la plegaria: busca la conmoción de la audiencia; pero la oración alfonsina no es una alabanza al padre ni tampoco la defensa desaforada de sus acciones, o no completamente: es, sobre todo,  una interpretación de la ausencia, un conjuro contra el dolor. Una lectura que confronta y complementa las diferencias entre el padre y el hijo. Hace tiempo, en un ensayo sobre la amistad literaria entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, trabajé brevemente este aspecto. Entonces me interesaba destacar que, dentro de las amplias funciones que se crean dentro de una amistad de esa naturaleza, Henríquez Ureña jamás cumplió, como afirmaban algunos, el rol simbólico de padre de Alfonso Reyes. No. La figura paterna opera en la escritura alfonsina como oposición y como proyección. Bernardo Reyes es la figura de otro tiempo, o mejor, de otra temporalidad, representa un género literario superado: el romanticismo literario hispanoamericano. El hijo lo describía así: “Él vivía en Monterrey, ciudad de provincia. Yo vivía en México, la capital. Él me llevaba más de cuarenta años, y se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para literato.”
La Oración del 9 de febrero  es un ensayo que cubre, al mismo tiempo y con gran maestría, varios registros: el biográfico, por supuesto, pero también el histórico y el literario. Además de que compone una tópica personal: la geografía de la formación literaria de Alfonso Reyes. En esa cartografía letrada, un espacio concentra toda la carga simbólica: Monterrey. Reyes elaboró una poderosa condensación que terminó por fusionar al padre con el suelo nativo. El legado político y material del general fue leído como un texto escrito sobre la superficie del territorio regiomontano.  Si la historia nacional reciente era dolorosa, tan dolorosa para él que lo obligaría a guardar su Oración durante el resto de sus días sobre la tierra, Monterrey, en contraste, representaba lo “definitivo”, al menos esa era la lectura que el autor de Visión de Anáhuac hacía desde la doble distancia: temporal y espacial.
La dimensión histórica parte del hecho desgarrador, a saber, que el padre no supo leer su propia circunstancia, no se enteró que su tiempo y su género literario ya habían pasado.  Reyes interpretó este acontecimiento como un acto de consecuencia, como un amanera de hacer vida (o muerte) de las palabras: “Entonces entendí que él había vivido las palabras, que había ejercido su poesía con la vida, que era todo él como un poema en movimiento, un poema romántico de que hubiera sido a la vez autor y actor. Nunca vi otro caso de mayor frecuentación, de mayor penetración entre la poesía y la vida.” Con este desplazamiento la Oración ingresa el reino de la dimensión literaria, y con ella logra una justificación de los actos.  La distancia en el plano de los discursos (de cualquiera índole)  y el heterogéneo ámbito de la realidad suele ser en América Latina muy grande, y quien lleva sus lecturas a lo cotidiano  suele ser juzgado como un loco, como un Quijote. Reyes, en su lectura sobre el padre, cambió al político por el personaje, pero no ocultó las acciones del hombre público, sólo las colocó en una perspectiva más amplia, más allá de lo contingente o lo inmediato.
Bernardo Reyes pertenecía, desde esta mirada, a la generación que podríamos llamar como la de los liberales literarios.  La elite ilustrada que, desde la mitad del siglo XIX, proyectó en la escritura la imagen de los modernos estados-nacionales que habrían de consolidar a los nuevos países hispanoamericanos, con la salvedad de que el general Reyes literalmente peleó por esa apuesta  y,  de hecho, la llevó a cabo en ese lugar definitivo para Reyes que era el suelo nativo: “Naturalmente, él se tenía por hombre de acción, porque aquello de sólo dedicarse a soñar se le figuraba una forma abominable del egoísmo.”  El padre no comprendía la distancia entre la ficción y la realidad, entre la historia y la subjetividad (¡todos los actos eran públicos!): “no veía la diferencia entre la imaginación y el acto”, rememoraba el vástago diecisiete años después de la tragedia.  
De manera súbita, la Oración comienza a formular tácitamente una serie de preguntas: ¿qué hubiera pasado si el general Reyes hubiese triunfado en su intentona de golpe militar, si hubiera llegado a la presidencia?  Es probable, y así lo sospechaba Reyes, que el desenlace no hubiera sido muy distinto del acontecimiento real, porque, como bien había apuntado, su tiempo histórico ya había pasado. Pero esa no es la pregunta principal, con el poder de la evocación y de la recreación literaria, Reyes iba más atrás en el tiempo y exploraba otro universo de posibilidades. ¿Qué hubiera sucedido si Bernardo Reyes hubiese llegado a la presidencia en el momento justo, en el cénit de su carrera política? Otro sería el destino del país, sugería  el hijo escritor y presentaba  como argumento irrefutable el legado concreto: el suelo nativo.  Ahí estaban la vitalidad y el crecimiento de Monterrey, el desarrollo de todo el estado de Nuevo León.  La fuerza vigorosa de la ciudad natal  era la proyección a escala de lo que hubiera sucedido si los hados de la Historia se hubiesen comportado de manera diferente. Esos territorios de la especulación, donde los verbos se conjugan en subjuntivo, pertenecen al terreno de la dimensión literaria, y el ensayista lo sabía muy bien. La pérdida física del progenitor es irreparable; la construcción discursiva de la figura paterna es posible. Al recrear al padre Reyes se completaba a sí mismo como sujeto: “Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio”, confiesa al hablar de los procesos particulares de su duelo. A través de la imaginación creadora, el padre se convirtió en interlocutor del hijo: “Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. Poco a poco, tímidamente, lo enseñé a aceptar mis objeciones…” Compenetración a través de la evocación. Parte de esto proceso tenía que ver con el espacio que representaba el padre. Monterrey se convirtió en la zona segura dentro de una era incierta. Una cápsula fuera del mapa y del calendario.
Porque él, el vástago, estaba en el devenir del tiempo. Él se quedó y tuvo que hacer de la desgracia el parto crucial de su definición como individuo. Apenas abatido el general surgió la disyuntiva: ¿qué hacer? ¿Ser la proyección del padre o ser él mismo? La decisión, como sabemos, fue radical: “Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencia a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego.” De manera literal, se arrancó de sí la sed de venganza y ambición.
Irse, dejar atrás el presente incierto y el país ensangrentado: ambos quedarían para él clausurados por mucho tiempo. Alfonso Reyes se exilió, se marchó físicamente de México; pero regresó, de manera literaria, a la casa familiar en Monterrey. Desde los días de estudiante en la ciudad de México, había comenzado la elaboración de esta simbólica zona de resguardo. En los momentos difíciles, de cualquiera índole, se decía: “Consuélate. Acuérdate que, después de todo, allá en Monterrey, te queda algo sólido y definitivo: Tu casa, tu familia, tu padre.” Y, como él mismo confesó más adelante, no eran, en sí, ni el espacio real  ni la persona física del padre quienes provocaban su calma, sino la elaboración imaginaria que hacía de ambos. El dolor ante la pérdida tenía más que ver, en sus palabras, con el cruel designio de la fortuna histórica. “No lloro por la falta de su compañía terrestre, porque yo me la he sustituido con un sortilegio o si preferís, con un milagro. Lloro por la injusticia con que se anuló a sí propia aquella noble vida; sufro porque presiento, al considerar la historia de mi padre, una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo…”
Para contrarrestar ese tenebroso decreto del destino, Reyes elaboró su oración y recurrió por igual a los vastos campos de la historia como a los inciertos terrenos de la literatura. Y el punto de cruce entre estos dos espacios fue la biografía, la vida, narrada por el hijo-biógrafo, del padre. Un relato que iba de lo biológico a lo político, de lo corporal a lo ideológico. A través del recuerdo del cuerpo , de las heridas que sufrió a lo largo de su carrera militar, de las sucesivas firmas que tuvo que elaborar, a través, digo, de todos estos elementos, en apariencia nimios, el hijo regresaba, volvía a ingresar, como solía hacerlo en las vacaciones escolares, en el ámbito de la biblioteca paterna. Sus ojos se asombraban ahora (era la mirada de un adulto, de alguien que ahora podría ser contemporáneo del padre) de los títulos y las lecturas que éstos suguerían: Espronceda, Heredia, Othón (de quien era amigo), la Historia de la humanidad, de Cesare Cantú, y ¡los Cantos de vida y esperanza! Darío: el general leía a Darío: un autor consagrado por su propia generación y el modelo más emblemático de la modernidad literaria hispanoamericana. Entrar  a la biblioteca significaba dejar afuera, por un instante, la contingencia histórica. Alfonso Reyes no deseaba  caer en la simple apología y resaltar la labor material del otrora gobernador del estado de Nuevo León, aunque de paso señalaba que eso “Todos lo saben, y los que lo niegan saben que se engañan.”
No deseaba tampoco hablar de lo evidente: que la historia oficial, a través de los malos oficios de la politiquería,  se había empeñado en silenciar este capítulo de la vida moderna mexicana, aunque toda la Oración se dirige en ese camino. Pero por ahora eso no era lo importante. No. Para él, la casa y la biblioteca, con sus inquilinos, pertenecían ya a otro universo. Y es ese personaje entrañable, el que se ha formado en la lectura de los clásicos hispanoamericanos del siglo XIX y en los libros consagrados de la historia universal, el que vemos caer de nueva cuenta,  esta vez gracias a la pluma del hijo, víctima de un destino caprichoso y no desprovisto de tintes de tragedia clásica.  La narración de la rendición del general en Linares y la descripción de los últimos momentos de su vida son un magno esfuerzo por corregir y humanizar la historia oficial del México moderno. El viacrucis de un político de otro tiempo.
Reyes finalizó la Oración evocando una elocuente imagen tomada de los Cuadros de viaje, de Henrich Heine: la espiga solitaria que ha escapado a la acción aniquiladora del segador.  El cuerpo fue segado por la desquiciante circunstancia política, pero la imagen perdurará a través de la escritura del vástago. El punto final conmemora la fecha de nacimiento: y el texto es también una forma de parto.  Podríamos, de hecho,  verlo así: la Oración del 9 de febrero como una corrección a la historia oficial, el capítulo que faltaba a la gestación del México actual; y también mirarla de este otro modo: la Oración como un texto heterodoxo de la narrativa sobre la Revolución Mexicana. En las dos lecturas el proceso es similar: contrarrestar con el factor trascendental de lo local, de lo personal, el peso y el artificio de la nacional u oficial. Es un escrito de naturaleza herética que contradice la verticalidad de la cultura oficial mexicana, y a su manera afirma que no hay una sola manera de ser mexicano, o de ser escritor. Confirma igualmente que la memoria debe formar parte de la historia, y que la ficción es parte de la biografía y de la  autobiografía.
La Oración del 9 de febrero es, junto con la “Respuesta a sor Filotea de la Cruz”, de Sor Juana Inés de la Cruz y las Memorias, de fray Servando Teresa de Mier, una obra de índole única en la literatura mexicana: un sol negro con su propia órbita. Su genealogía proviene Jorge Manrique (tal vez más allá, desde el Cid), pero también parte de Kafka y se proyecta en Jaime Sabines, y en Philip Roth.  Es una tradición marcada por el anhelo que alguna vez expresó Elías Canetti: escribir para vencer a la muerte, es también una batalla pérdida. Por eso se lleva a cabo con todos los sentidos.

La escritura ha hecho las veces de duelo.  Aceptar la muerte del padre, ha implicado para él aceptar su propia mortalidad.  Reyes comenzó su Oración del 9 de febrero implorando el significado trascendental de un fecha y la terminó recitando mentalmente  esta frase de Heine para sobreponerse al irremediable arribo de la partida definitiva: “Pero al fin llegará el día, y se extinguirá el fuego en mis venas, el invierno habitará en mi pecho, sus blancos copos revolotearan acá y allá en torno a mi cabellera, y sus nieblas velarán mis ojos. Descansarán mis amigos en sus tumbas, ya cubiertas de verdura; yo solo sobreviviré como espiga solitaria olvidada por el segador…”

miércoles, mayo 01, 2013

Víctor Barrera Enderle. Sus letras: de la UANL para el mundo



Por Luis Salazar
Entre 1993 y 1998 fue estudiante de la Licenciatura en Letras Españolas en la Universidad Autónoma de Nuevo León; el tiempo, los viajes, los libros se sucedieron hasta que en 2004 se incorporó como maestro e investigador en la facultad de Filosofía y Letras. Hoy Víctor Barrera Enderle es un prestigioso crítico, escritor y catedrático, con ocho libros publicados y múltiples reconocimientos a su obra; el más reciente: el Premio de Ensayo “Ezequiel Martínez Estrada” de Casa de las Américas, en Cuba.

LS: ¿Desde cuándo te nació el gusto por la literatura? ¿Cómo fue toda tu carrera profesional desde que terminaste la educación básica hasta el posgrado y la investigación?

VBE: Comencé a leer desde muy temprano. Mi padre tenía una biblioteca pequeña, pero bien surtida,  y ahí me pasaba un buen rato todas las tarde, era un lugar que estaba y a la vez no estaba en mi casa, porque me conectaba con otros mundos, al menos así lo sentía entonces.  Los primeros textos cercanos a la literatura que leí eran versiones infantiles de los mitos griegos. Luego estaban las colecciones como la “Biblioteca Juvenil”, de la editorial Grolier,  o  la enciclopedia “El tesoro de la juventud”. Leí mucho y de todo: de Julio Verne a la revista Duda. En la adolescencia, comencé a leer con devoción  a autores como Hesse, Papini, Camus, Dostoievski, Borges, Chejov.  Entonces tenía muchas dudas sobre lo que quería hacer en la vida, esas lecturas me salvaron de diversas maneras. Antes de entrar en la Universidad, pasé dos años en San Antonio, Texas, estudiando inglés (aunque era más un pretexto para salir y ver las cosas desde otra perspectiva). Ahí descubrí a Whitman, a Emerson a Thoreau y me deslumbraron. Fue entonces que decidí estudiar Letras, y con esa intención volví a Monterrey.  La carrera de Letras fue para mí como un gran taller de lecturas, un ejercicio de ordenamiento de temas y de géneros, comenzando desde los griegos hasta los autores contemporáneos. Para mí era maravilloso pensar que mis jornadas de estudios se centraban en leer literatura: leer a Aristófanes o a Joyce o a los poetas Beats  un lunes por la mañana, mientras el resto de la ciudad se consumía en un voraz afán de productividad,  era algo extraño y a la vez extraordinario. Cuando terminé la carrera, no quise dedicarme inmediatamente a la enseñanza, y me fui a Santiago de Chile a hacer una maestría en teoría literaria, mi plan era estar dos años y volver, al final me quedé cuatro y volví con un doctorado.  Desde entonces divido mi tiempo entre la escritura, la investigación y la docencia.  En realidad, pienso que mi gusto y pasión por la literatura no han cambiado mucho a lo largo de los años, a pesar de los pesares, y guío mi vida profesional más por la intuición que por el razonamiento.
LS: ¿Cuántos libros has publicado?  Platícame brevemente cómo fue la historia de cada uno de ellos.
VBE: Hasta ahora van ocho, aunque tengo dos más terminados. El primero fue La mudanza incesante (2002), y trata sobre la teoría y la crítica literarias de Alfonso Reyes, lo escribí, a mano, en el ático de una fría y medio desolada pensión en el centro de Santiago de Chile, a unas cuantas cuadras del Palacio de La Moneda. Fue, en una primera versión, mi tesis de maestría. Luego publiqué, en Santiago, Miscelánea textual (2002), un libro donde reuní diversos ensayos sobre literatura y crítica que había escrito desde 1999 al 2002. Utilicé para la portada un grabado de Julio Ruelas que me fascina y se llama precisamente “La crítica”.  En 2005 el Conarte y Conaculta publicaron La otra invención, que es como una continuación de Miscelánea textual,  con ensayos escritos entre 2003 y 2005, ahí incluí algunos textos sobre literatura regional. Un año después, apareció De la amistad literaria, que había ganado el premio nacional de ensayo “Alfonso Reyes” en 2005. Ahí abordé la amistad de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña desde la perspectiva de la formación literaria.  Fue un ensayo que disfruté mucho escribir porque me conectaba directamente con las relaciones que uno establece a través del gusto por la literatura.  Partía de  una cita de Borges que decía que la literatura está tejida de amistades.  En 2008, publiqué El reino de lo posible, ahí reuní una gran cantidad de ensayos breves que habían aparecido en diarios de Chile,   México y otros países. El registro era distinto, más preciso y a la vez más sugerente; a pesar de la diversidad de temas, traté de ordenar el libro en 5 o 6 líneas argumentativas: lecturas, viajes, momento de iniciación literaria, memoria y biografía. También en 2008, Casa de las Américas de Cuba publicó una antología de mis ensayos bajo el título de Literatura y globalización, se recogieron ahí textos, como el de la “alfaguarización” de la literatura hispanoamericana, que habían hecho algo de ruido, además de cuatro o cinco ensayos inéditos. En 2011 se publicó, en una coedición de la UANL con JUS, Lectores insurgentes. La formación de la crítica literaria hispanoamericana (1810-1870), que había sido, en una primera versión mi tesis doctoral, y que comencé a escribir en 2003, en Santiago, y luego en Berlín, al año siguiente durante mi estancia como investigador visitante en el Instituto Iberoamericano. Después de presentar mi tesis en 2005, re-trabajé el texto durante 5 años, dándole más forma de ensayo y ampliando algunos temas Y ahora, en 2013, apareció La reinvención de Ariel. Reflexiones neoarielistas sobre humanismo crítico y posmodernidad en América Latina, que se presentó en la Feria UANLeer.
LS: Cuéntame de la cátedra que tienes en la FFyL, de Armas y Letras, del Centro de Escritores y las presentaciones de libros que has tenido en el extranjero.
VBE: Es un seminario sobre teoría literaria, aunque de manera más específica trata sobre teorías de la literatura. Vemos ahí los diversos y recientes  enfoques sobre el fenómeno literario: postestructuralismo, deconstrucción, teoría feminista, estudios culturales, estudios poscoloniales, subalternidad y teoría crítica latinoamericana. Partimos de un punto de quiebre, el momento en se abandonó cualquier pretensión de establecer una sola teoría de la literatura, por eso también abordamos a la crítica y a la historiografía literaria.  Trato también de aterrizar cualquier enfoque teórico en cuestiones particulares, como la literatura regional, por ejemplo.  La revista Armas y Letras fue una experiencia extraordinaria para mí, la dirigí durante cinco años, de 2006 a 2011, fueron más de 20 números de intenso trabajo junto con Jessica Nieto. Tratamos de consolidar la identidad de la revista y de convertirla en un lugar de convergencia, de cruce entre lo local, lo nacional y lo universal. Establecimos las secciones y creamos una nuevo apartado llamado “Anatomía de la crítica”, para reflexionar sobre ese  aspecto fundamental de nuestra cultural.  Respecto al Centro de Escritores de Nuevo León, en 2012 me invitaron a coordinarlo y a comenzar así una nueva etapa en su larga existencia de casi 25 años.  Representó  un gran desafío para mí porque me involucré con proyectos de diversos géneros: narrativa, poesía y teatro. Aprendí mucho y tuve la suerte de contar con estupendo becarios; al final del año los tres concluyeron sus respectivos libros. Este año estamos iniciando con una nueva generación, con poetas y narradores de gran talento, estoy muy contento con el proceso. De las presentaciones de mis libros, recuerdo dos muy emotivas: una en la Feria del Libro de la Habana en 2009, cuando presentamos Literatura y globalización. Me sorprendió ver tanta gente, una multitud entusiasta de lectores. La otra fue en 2011, cuando presentamos Lectores insurgentes  en la casa de Neruda en Santiago de Chile (“La Chascona”). Era el momento más álgido de las protestas estudiantes: los estudiantes ya académico estaban en la calle, tratando de salvar a la educación pública, ese ambiente estuvo muy presente durante el lanzamiento de mi libro.
LS: Todo lo acontecido sobre el 'Ezequiel Martínez Estrada' de Casa de la Américas: ¿Cómo fue, qué te comentó el director del Centro de Investigaciones Literarias, qué te comentaron escritores y otros críticos literarios?
VBE: El Premio de Ensayo “Ezequiel Martínez Estrado” fue toda una gran sorpresa. Un reconocimiento extraordinario por la carga simbólica que representa. Martínez Estrada fue uno de los grandes ensayistas hispanoamericanos (Radiografía de la Pampa  es un texto fundacional de la cultura argentina), además de uno de los primeros “teóricos” sobre el género: su prólogo a los Ensayos de Montaigne  es una pequeña obra maestra. La lista de galardonados incluye a figuras como Atilio Borón, Beatriz Sarlo,  William Ospina, Boaventura de Sousa Santos, Raúl Bueno, Grínor Rojo y Ana Pizarro, entre otras. A partir del anuncio, he recibo invitaciones para dar charlas sobre el ensayo en lugares tan dispares como Bélgica y Argentina.  El año pasado, la Dirección de Publicaciones de la UANL postuló mi libro para el premio (las bases establecen que los autores no pueden postularse solos), los requisitos eran básicamente dos: ensayos publicados en un cierto periodo de tiempo (en este caso, entre 2010 y 2011) y de largo aliento, es decir que contribuyeran al entendimiento de América Latina.  Me avisaron el 1 de febrero, en una carta firmada por Jorge Fornet, director de Casa de las Américas y también ensayista. La noticia se publicó en diversos diarios latinoamericanos y europeos, recibí felicitaciones de escritores argentinos, brasileños, chilenos, como la narradora Lina Meruane, quien recientemente ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz en la Feria del Libro de Guadalajara, o el crítico y editor Adolfo Castañón, entre otros. Para la premiación, Casa de las Américas hará una edición conmemorativa del libro y lo presentaremos en la próxima Feria del Libro de La Habana. 
LS: Ahora charlemos un poco sobre el tema de Lectores Insurgentes, de su genealogía, sé que partió como tu tesis doctoral.  Y hablemos luego sobre tu postura sobre la literatura hispanoamericana en tiempos de las Independencias, sobre la crítica literaria arropada por las circunstancias históricas y del pensamiento de entonces y el de ahora.
VBE: En Lectores insurgentes hablo sobre la formación de la crítica literaria hispanoamericana y me centro en el periodo de formación y consolidación de los Estados nacionales. Me di cuenta de que, en ese periodo, lo literario funcionaba de manera distinta a como lo entendemos hoy y a como lo entendían en Europa durante ese mismo periodo de tiempo. Partiendo de ahí traté de establecer y describir las estrategias crítica de un grupo de autores fundamentales para nuestras letras, creando así una nueva periodización histórica, más cercanas a nuestras propias condición de producción literaria. Era lugar común negar cualquier tipo de manifestación crítica en la Hispanoamérica del XIX, y se hablada de movimientos literarios como simples copias o desfases de los movimientos y escuelas surgidos en Europa. Yo me propuse demostrar lo contrario, así que tuve que nadar con un mar en contra: no sólo desmostar mi hipótesis, sino crear otro tipo de instrumental crítico porque, con los parámetros europeos, me hubiera resultado imposible trabajar. Fue una labor titánica, que me llevó varios años. Por eso estoy muy feliz con los resultados.
LS: Recién publicaste tu octavo libro, La reinvención de Ariel, lanzado este marzo en la Feria Universitaria del Libro UANLeer. Defínelo en breves palabras.
VBE: La reinvención de Ariel ha sido el libro sobre el cual he sentido más urgencia de escribir. Mi plan original era trabajar largamente sobre la crítica literaria en el modernismo hispanoamericano, una suerte de continuación de Lectores insurgente (y en buena parte lo es), pero las circunstancia recientes (la violencia, las crisis, el desmoronamiento de educación pública, la hegemonía de las industrias culturales, etc.) me hicieron virar el rumbo e involucrarme personalmente en él y hablar de mi tiempo, de mi experiencia como ciudadano, como habitante de una polis en guerra contra sus propias contradicciones. Todo ello a partir de la lectura y relectura del ensayo de José Enrique Rodó
LS: Finalmente, me gustaría que contaras un poco sobre tu próximo libro, el cual ya está en proceso de edición y que es, según lo describiste un “ensayo sobre el ensayo'”.  Termino preguntándote si vas a presentar la Reinvención del Ariel en otro lado.

VBE: El próximo libro será un ensayo sobre el ensayo, se titula El centauro frente al espejo y está estructurado en forma de 4 charlas que van desde las definiciones y la historia del género, hasta el desarrollo del ensayo hispanoamericano y sus desafío actuales. Se publicará a fines de año o a principios del siguiente en Chile. Algunas de las charlas las presenté como conferencias en diversos encuentros sobre el tema. La última charla, que trata sobre el ensayo en la época actual, surgió de una conferencia que di en Mendoza, Argentina en 2009. Desde hacía tiempo que deseaba  escribir algo orgánico sobre el ensayo, un género cercano, pero a la vez muy difícil de definir. Tal vez por eso mantuve la estructura del libro como si fueran charlas, quise destacar esa dimensión dialógica que pienso tiene el ensayo. También trabajo en un libro sobre ensayistas, a la manera de las vidas imaginarias de Marcel Schwob o los Retratos reales e imaginarios de Alfonso Reyes; son historias centradas en los momentos en que estos autores descubren, a través de diversas detonaciones, al ensayo como forma de expresión. Empiezo con Micheal de Montaigne y John Aubrey y termino con Susan Sontag. El título no lo tengo definido todavía.
Publicado en el periódico Vida Universitaria, núm. 266, 1-15 de abril de 2013