sábado, noviembre 10, 2007

George Steiner: la tristeza del humanismo

Tal vez, sólo tal vez, George Steiner sea una especie en peligro de extinción: el último aliento de una antigua condición humana, casi irreconocible en la actualidad. O quizá sea un género narrativo hoy en desuso. Lo cierto es que él pertenece a la única clase de héroe descrita por Thomas Carlyle para la modernidad: el hombre de letras. Paladín de la palabra impresa, hombre que habla de libros y de personas. Forma inesperada de heroísmo. A pesar de las contradicciones, de los errores garrafales y de la maléfica manía de repetirlos, Steiner confía en las personas, y apuesta a la especie humana; sabe del laberinto lingüístico que ha atrapado a la filosofía occidental en las últimas décadas y la ha orillado a niveles de relativismo extremadamente peligrosos. Y sin embargo, apuesta por la palabra, por el diálogo. Después de todo, su familia emigró de ese espacio fantasmal y limítrofe de la cultura moderna: la Viena posterior al imperio de los Habsburgo. Entre las cenizas de la opulencia y los viejos libros de Frued, entre los ataques incendiarios de Karl Kraus y los cuadros alucinantes de Klimt y Schiele, la vida se acercaba al precipicio. Steiner, nacido en el París previó a la debacle de la segunda gran guerra, creció entre ruinas y promesas de un mejor mundo que nunca llegaron a concretarse. La Guerra Fría y la Globalización parecían y parecen argumentos irrebatibles para perder cualquier esperanza.
Y con todo, Steiner escribió y sigue escribiendo y cree todavía en la costumbre europea de la charla en el café, ese espacio mítico donde lo privado se vuelve literario y la vida cotidiana, filosofía. Tras los ventanales de un cafetín anónimo, cobijado por el aroma de una bebida caliente, Steiner postula, en su ensayo La idea de Europa, los cinco criterios que constituyen el fundamento de la Europa moderna: los cafés, el paisaje humanizado de su geografía, sus calles, el doble cimiento (dos ciudades fundacionales: Atenas y Jerusalén) y la conciencia escatológica (ese “ser para la muerte” del que hablaba Heidegger). Según Steiner en ningún lugar del mundo coinciden estos elementos (bueno, del mundo visto por él: jamás habla de las culturas no occidentales): en Estados Unidos no hay cafés, sino bares, no hay geografía humana, sino grandes extensiones (de desiertos, de pantanos, de bosques), las calles yanquis están numeradas y ordenadas con base en los cuatros puntos cardinales y un largo y excluyente etcétera. La armonía de este desarrollo europeo choca con sus propios contrastes: al lado de esa humanidad está el registro del desastre y la intolerancia (a las calles y plazas denominadas con nombres como Goethe, Schiller, Víctor Hugo, le siguen campos de extermino y zonas de tortura). Puedo sin dificultad aceptar muchos de los postulados de Steiner. Cómo no admirar la historiografía urbanística y paisajista de Europa (sobre todo como lectores latinoamericanos que trazan y recorren una cartografía literaria y filosófica, conmovidos por las visitas a las casas de Kafka, de Descartes, de Hemingway, de Von Kleits; seducidos por las estancias en los cafés parisinos y vieneses; curiosos y tristes por escudriñar el escondite Ana Frank; y ansiosos por perder la mirada en el lago Wannsee, o por cruzar el Punte de Carlos), pero sus exclusiones me inquietan: tal vez todos esos criterios se encuentran en Buenos Aires, en Santiago, en México; al menos yo los procuro, con las debidas reservas, en mi casa y mi entorno. El mundo no acaba en las columnas de Hércules. Como buen ensayista, Steiner provoca una réplica, lo interesante es que ésta se dio antes, mucho antes. Las inquietudes “actuales” de nuestro autor tienen en América Latina una larga tradición. El humanismo ha sido aquí una obsesión, pero también un profundo cuestionamiento sobre nuestra identidad (y por lo tanto sobre el propio humanismo): ¿hasta dónde ha sido válido para nosotros el pensamiento occidental? Hay en La idea de Europa una cercanía muy interesante con el ensayo emblemático Ariel del uruguayo José Enrique Rodó (publicado en 1900). El peligro es el mismo en las dos obras: la posible pérdida de los valores occidentales a manos del pragmatismo yanqui. El Ariel describe la amenaza al despuntar el poderío económico de Estados Unidos; La idea de Europa apunta los peligros ya existentes y comprobables de la hegemonía económica y modélica norteamericana. Ante las dudas y temores que padece Steiner (fuga de talentos europeos a EE. UU., incapacidad para detener el american way of life y la brutalización de la sociedad de consumo), yo le recomendaría la lectura de los pensadores latinoamericanos que han enfrentado ese dilema desde las independencias. La cultura no termina en el hemisferio Norte...
Nuestra gran tragedia: la imposibilidad de pensar fuera del pensamiento, y desde la antigüedad clásica el pensamiento se asocia ineludiblemente con el ser. Sabernos humanos implica una larga y profunda tristeza, nos confiesa Steiner en uno de sus últimos trabajos: Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento. Tristeza por no poder comprendernos, por estar al tanto de nuestra condición precaria, por saber nuestra mortalidad. ¡Hay tantos motivos! Me vienen a la mente el verso implacable de Gorostiza: “¡Oh inteligencia, soledad en llamas...”, o la conclusión irrebatible de Cioran: “El hecho de que yo exista prueba que el mundo no tiene sentido.” Pensar es algo nuestro, nos afirma Steiner, pero también de todos los demás. Y son pocos, muy pocos, los que pueden expresar su pensamiento. No hay control ni mesura: nuestra mente nos desborda continuamente. Los vanos esfuerzos de la modernidad por proyectar un pensamiento objetivo, diáfano e irrefutable se vienen abajo al pensarlos por segunda vez y un dejo de nostalgia (nostalgia por las certezas perdidas, ampliaría nuestro ensayista) cubre nuestras reflexiones.
George Steiner es un humanista, pero no lo es a la manera clásica. Él ya no puede creer ciegamente en la bondad inherente de nuestra especie ni en las tautologías de las grandes narraciones occidentales (progreso, ciencia y orden).Tampoco puede aceptar sin más el relativismo antihumanista de la postmodernidad. Su humanismo está impregnando de descontento, se halla pletórico de la tristeza de saber y decepcionado al entender el verdadero drama de nuestra historia contemporánea: la incomunicación, esa masa de imágenes y ruidos programada diariamente como información. Es un humanista triste porque sabe que el conocimiento se ha convertido ahora en producto, accesible sólo a quien tenga el poder adquisitivo. La fuerza de la cultura se ha diezmado al banalizarse como una opción de compra (el multiculturalismo de los centros comerciales es la escenificación espacial de esta tragedia). Y la educación, función fundamental en la larga tradición cultural de Occidente, cae estrepitosamente ante las reformas tecnocráticas que le exigen rentabilidad. ¡Cambiar docencia por tecnología!: ni la ciencia ficción pudo prever un desenlace más triste. El profesor George Steiner, en una de sus famosas Lecciones de los maestros, confiesa que la experiencia de enseñar y aprender no debería nunca ser tasada por el pago monetario. Hacer de la educación un negocio es convertirla en otra cosa. Los nuevos tecnócratas de la pedagogía, denuncia nuestro autor, matan a diario a la poesía, a las matemáticas, al mismo pensamiento lógico. Pero peor aún: mutilan a los jóvenes y les inyectan el hastío mortal de la indiferencia y el pragmatismo. Más que imponer una perspectiva única, el maestro debe enseñar al discípulo a pensar por cuenta propia para ejercer su criterio (he aquí la gran metáfora de la traición, el alumno debe superar la prueba final: ser él y no una réplica de su tutor). Lo mejor de nuestra cultura sólo se puede transmitir y reformar de manera personal y directa. De Sócrates a Nietzsche y de Nietzsche a Derrida. Ahí está la esperanza para salir del laberinto impuesto por la inevitable ambigüedad de las palabras.
George Steiner predica el entendimiento cara a cara (tal vez en un momento en que ya no somos capaces de sostener la mirada), y trata de mirar la cultura occidental desde un espacio privilegiado. Tal vez ese espacio sea ahora América Latina. La merecida obtención del Premio Internacional Alfonso Reyes puede ser para él una invitación a ensanchar el diálogo y una oportunidad para darse cuenta que su tristeza no es una tristeza solitaria.