viernes, octubre 19, 2007

Kafka: el territorio de lo extraño


El dolor se concentra en la espalda, luego en los hombros; la vista se nubla un poco, y sin embargo, Franz Kafka no deja de escribir durante la madrugada del 23 de septiembre de 1912. Se encuentra poseído por la escritura, por la extrañeza. La última vez que interrumpió su trabajo para asomarse por la ventana y consultar el reloj de la plaza, éste había dado las dos. Unas horas antes había comenzado un relato en apariencia normal (¿hasta qué punto puede un relato serlo?). La historia era simple y remitía a la sospechosa comodidad burguesa de principios de siglo, ese universo de simulacro y orden aparente. El joven comerciante Georg Bendemann redacta, la mañana de un domingo primaveral, una carta a un viejo amigo radicado ahora en el extranjero. En ella le cuenta las últimas novedades, aunque trata de no sobrepasarse: su bonanza económica contrasta con los infortunios recientes del amigo emigrado. Hay algo más, sin embargo. Una noticia que intenta pasar escamoteada entre el listado de sucesos banales. Georg se ha comprometido. Hasta aquí, nada extraordinario, al menos en apariencia, sólo en apariencia. Kafka inicia el relato estableciendo las coordenadas de un vasto y profundo universo doméstico. Bendemann escribe la carta desde su habitación iluminada (Kafka lo hace desde la oscuridad de la suya). El autor escribe al personaje escribiendo. Los dos están ingresando al territorio ignoto de la escritura, tienen una idea determinada al comenzar el trazo de las palabras; sin embargo, en la medida que las frases se van enlazando, el sentido cambia, lo unívoco se vuelve esquivo, difuso, el orden lógico se desmorona: las habitaciones cerradas se abren y la geografía cambia.
Al terminar la carta (y luego de guardarla cuidadosamente en una de las bolsas de la bata), el protagonista se traslada de su habitación a la de su padre: camina unos cuantos metros, pero la atmósfera se transforma, el cuarto es oscuro y la confianza se desvanece. Hacía meses que no entraba allí. Es el otro polo del planisferio narrativo, aquí la exploración inicia. Kafka siente que el relato cobra vida propia: no sabe muy bien por dónde irá ahora. Los personajes comienzan la insurgencia, se hacen cargo de la trama, hablan por su cuenta. El autor hubiera podido detenerse aquí, suspender el trabajo y razonar los posibles (y lógicos) acontecimientos posteriores. Afortunadamente, no lo hace. No se detiene a reflexionar sobre los absurdos preceptos de la verosimilitud. A veces, la realidad se construye con palabras, no con hechos verificables. Sigue escribiendo...
Georg le cuenta al padre que ha decido comunicar a su amigo su compromiso matrimonial. Mientras habla toca con su mano la carta en el bolsillo. Siente que el sentido está de su parte. Por ahora, él es el emisor. El padre, sentado a la sombra, junto a la ventana, cuestiona la existencia del supuesto receptor. Tú no tienes ningún amigo en el extranjero, le reprocha. La respuesta desata los demonios de la incertidumbre. Surgen, como arrastradas por un huracán eterno, escenas que habían estado ocultas, latentes: el distanciamiento mutuo tras la muerte de la madre, el desplazamiento en el control de los negocios por parte del hijo, y el tácito rechazo paterno al compromiso del vástago. Es la liberación de las fuerzas irracionales de lo sanguíneo. En este punto, Kafka intuye que ha cruzado los límites entre vida y literatura, o peor aún: que los ha fundido. Tal vez su relato sea también una carta a un amigo que quizá no exista. Un texto en clave para un receptor que nunca lo escuchará.
La confianza del hijo se desvanece; el padre, antes viejo y derrumbado, se agiganta para desarmar a Georg: lo reduce a la contradicción, al mundo pantanoso de la culpa. Cambia el vínculo con el amigo: ahora es el padre quien se ha transformado en el emisor; él desdice las noticias del hijo y denuncia los peligros de la tergiversación. Los personajes se desenmascaran, pero no se presentan como son o “deberían” ser en realidad, sino que adquieren nuevas máscaras. La desproporción crece y roza lo grotesco. Finalmente, el padre le quita la palabra y condena al hijo al abismo del silencio... Las luces entran por la ventana del cuarto de Kafka; la criada trae el desayuno y comprueba que la cama está intacta. “He estado escribiendo”, contesta el autor a una pregunta no formulada. El relato ha terminado, o mejor, ha comenzado. Kafka apuntará en su Diario (en la entrada del 11 de febrero de 1913) que la gestación del relato fue un parto, y en efecto lo fue, pero en partida doble, con la obra surge también el autor: es ella quien lo determina y le confirma su ingreso al extraño mundo de la escritura. Kafka, satisfecho por las horas de trabajo, busca un nombre para bautizar su obra recién gestada, piensa que con ello terminará el proceso. Es a la inversa. El título seleccionado resulta iluminador: “La condena”. Toda condena es la confirmación de un universo que nos antecede y, en gran medida, nos controla. La ley de las palabras que nos forman y deforman a la vez. Nuestra odisea radica en la lucha inútil y eterna por llegar al significado último de las palabras. Habitamos el caos, que no es otra cosa sino el exceso mortal de los signos.
Roberto Calasso acierta al señalar que “La condena” representa el nacimiento como escritor de Kafka, yo añadiría que este breve relato anuncia una de las transformaciones más radicales en la literatura occidental contemporánea: su introspección, la más profunda e intensa exploración narrativa. El primer grito de la gran crisis existencial que todavía nos hace vagar sin rumbo, a tientas, entre el desconocimiento de lo que somos y la imposición social, religiosa y política de lo que “debemos” ser. Ante el avance suicida del desarrollo industrial y tecnológico, Kafka decidió saltar de la cornisa para caer en el vasto y extraño territorio de la escritura. Su caída descubrió el silencio frío de la incomunicación. Al igual que Georg Bendemann, Kafka estaba condenado por las palabras.