miércoles, diciembre 19, 2012

James Boswell y el libro más ambiciosos jamás escrito


El destino suele ser caprichoso con las grandes obras de arte: algunas son reconocidas y valoradas de inmediato; otras deben transitar por largos y cruentos purgatorios críticos; y algunas más precisan sobreponerse a la inicial indiferencia crítica. Existen, sin embargo,  obras peculiares que su misma naturaleza heterodoxa las coloca, desde el momento de su aparición, fuera de cualquier tipo de clasificación. The life of Samuel Johnson, escrita por James Boswell y publicada en 1791, es una de ellas. Las biografías son un género desdichado y poco generoso para quienes las escriben: la vida del biografiado suele opacar y subordinar la escritura del biógrafo. En este caso no sucedió así. Y no porque Johnson no fuera un sujeto digno de estudio, al contrario: su obra es monumental y su legado ha fundado buena parte de la crítica moderna. Doy un ejemplo de su influencia en nuestros días. No suelo recurrir mucho  a   Harold Bloom, pero su lectura de Johnson me parece iluminadora. Para él: “Johnson nos enseña que la autoridad de la crítica como género literario depende de la sabiduría del crítico como ser humano y no en la corrección, o incorrección, de alguna teoría o praxis.”  Luego confiesa con sinceridad: “Todos tenemos un escritor favorito. A medida que me voy haciendo viejo, el mío es Johnson, igual que el de Johnson era Pope.”  Elegir escribir sobre Johnson no fue algo azaroso, sino el proyecto de toda una vida.
            La escritura no es sólo un esfuerzo por vencer el paso del tiempo, es también una manera de ordenarlo y darle sentido. Al escribir sobre la vida de alguien, el biografiado vuelve a nacer en cierto modo: la biografía le otorga nueva significación a su vida. Se seleccionan ciertos aspectos, se omiten otros. Los aspectos escogidos son narrados y recreados de manera especial, intensificando el tono y destacando ciertos elementos peculiares en detrimento de otros. Boswell se convirtió en un maestro de este proceso. Quiso registrar todo y terminó por crear un pequeño universo individual. Hay otro dato, no menor, que llama mi atención. Boswell escoge a un crítico, pero también a un extraordinario biógrafo. Su obra Lives of the English Poets, publicada en 1781 a petición de varios libreros londinenses, es una obra maestra del género. ¿Por qué se aventuró Boswell a retratar, a registrar la vida de Johnson con tal meticulosidad? Escuchemos su respuesta: “Escribir la vida de quien ha superado a todos los hombres en escribir las vidas de otros y que, ya consideremos por sus dotes extraordinarias, o sus diversas obras, ha sido igualado por pocos en cualquier época, es una tarea ardua y, por lo que a  mí respecta, acaso pueda considerarse presuntuosa.” Debo decir, sin embargo, que no todos opinan igual. Julien Green, en ese delicioso librito llamado con fortuna Suite inglesa (a pesar de que en sus páginas se incluye a Nathaniel Hawthorne), sostiene que la inmortalidad de Johnson debe más a la pluma de Boswell que a su propio legado. “Resulta pues bastante impresionante –confiesa Green- que un hombre, que parecía haber nacido sobre todo para decir cosas molestas, sobreviva en la memoria de sus compatriotas a despecho de lo que debiera según las apariencias condenarle al olvido.” Al poco tiempo de emitir semejante juicio, parece reconsiderar, aunque sea sólo por un instante: “Desde luego que su gloria está bien establecida. Se hablará de Samuel Johnson siempre que se siga hablando del XVIII inglés. ¿Pero a quién debe esta gloria? Esto es lo más notable del asunto: al libro de otro.” ¿Será así? La gloria es una meta confusa, y lo es más para los críticos. Ernst Robert Curtius lamentaba el largo olvido que padeció el tratado De lo sublime de Longino durante la Edad Media. Una obra de no ficción requiere a veces el doble de tiempo para ser valorada. Aventuro una posible explicación para este fenómeno: la vanidad de los críticos es superior, aunque no lo parezca, a la de los artistas.  
            Boswell no sólo investigó y fatigó documentos sobre la vida de su maestro Johnson, sino que lo trató y conversó con él durante mucho tiempo. La gestación de esta biografía databa de años, décadas de voluntad férrea. “Como yo tuve el honor y la dicha de disfrutar de su amistad más de veinte años; como tuve constantemente mi vista ante el propósito de escribir su vida; cómo él sabía esto perfectamente y de vez en cuando satisfacía con amabilidad mis curiosidades, relatándome las incidencias de sus años juveniles; como adquirí cierta facilidad para recordar sus conversaciones y asiduamente las anotaba, conversaciones cuyo extraordinario vigor y vivacidad constituían uno de los primeros rasgos de su carácter; y como no he ahorrado trabajo para reunir materiales r4eferentes a él de todos los lugares donde descubría que podían encontrarse y he sido favorecido con las más liberales comunicaciones por parte de sus amigos, me hago la ilusión de que pocos biógrafos se han dado a una obra semejante con más ventaja que yo, dejando a un lado los talentos literarios, en los cuales no tengo vanidad suficiente para compararme con algunos grandes nombres que me han precedido en esta clase de obras.”
            Boswell nos dirá quién fue Johnson. Pero ¿quién fue él? ¿Es necesario conocer la vida del biógrafo? En este caso: sí. Boswell nació en Edimburgo en 1740, lo cual nos lleva a afirmar un dato irrefutable: era escocés, y esa condición fue fundamental para el inicio de su empresa. Durante buena parte del siglo XIX, Boswell “gozó”  fama de estúpido y libertino, se le recordaba como un parrandero pertinaz que escribió, sin saber muy bien cómo, una gran obra. Se le tachaba de arribista, de querer figurar en los círculos intelectuales; corría la leyenda que había perseguido a Rousseau para que le contara su vida, y de que el ginebrino lo había despachado pronto.  El rechazo no lo desanimó, él andaba en pos de una vida singular que testimoniar, muy pronto habría de encontrarla. El 16 de mayo de 1763 conoció a Samuel Johnson en la librería de un amigo en común de apellido Davies.  Conociendo la aversión del famoso crítico contra los escoceses, Davies le presentó a Boswell diciendo que era de Escocia; con timidez el futuro historiador de su vida contestó, mientras estrechaba su mano,  que nada podía hacer contra ese hecho, a lo que Johnson respondió: “ésa es una cosa contra la cual tampoco puede nada un gran número de sus compatriotas.” A partir de ahí nació su amistad.
            He aquí su teoría del género. Boswell  estructura su obra con una doble finalidad: registrar fielmente su propia imagen de Johnson y recuperar el pasado de su amigo, y al hacerlo, él también se reinventa a sí mismo. Su escritura le da esa condición y lo convierte en el director de una vida ajena. El fin último es la posteridad (de ambos). No desea que el recuerdo de este autor se pierda en el infatigable paso del tiempo. El siglo XVIII representó la maduración para las letras inglesas, el trabajo crítico de Johnson fue fundamental para sentar los cimientos de la tradición. Su lectura dimensionó los logros y alcances de la obra de Shakespeare; estableció la función social de la poesía, y elevó el rango de la literatura dentro de la jerarquía de los bienes públicos. La obra de Johnson no tiene desperdicio, y es casi imposible encontrar autores equivalentes en las otras lenguas europeas de su tiempo. Ante esa contundencia, sin embargo, falta la confrontación diaria, la vida que rodea y a veces determina las acciones. No sólo el trabajo de Johnson, sino la vida de Johnson.
            Y Boswell da cuenta de todo, no escatima pormenores ni minucias frívolas.  Su obra nos informa de la infancia del autor, de la vida de los padres, de los infortunios de la familia. El padre de Johnson era librero en la población de Lichfield, hombre inteligente y  dado a la melancolía, medio histérico y medio hipocondriaco. Los libros estuvieron al alcance de la mano del niño Samuel  y no hubo orden ni programa en su formación lectora. De joven asistió a Pembroke Collegue; las crisis financieras del padre lo obligaron a abandonar la institución (años después volvería a reclamar su título). A partir de ahí crecerá el estigma de su formación autodidacta. Durante algún tiempo fue inspector de estudio en Market-Bosworth: desavenencias con el director del colegio lo obligaron a marcharse, dejándole un recuerdo molesto del lugar.  Desposó a Lucy Porter, a quién llamaba “Tetty”; y al poco tiempo  fundó una escuela en Lichfield donde enseñaba latín y griego: entre sus escasos alumnos se encontraba el actor David Garrick. Tras cerrar la escuela marchó a Londres en busca de reconocimiento. Comenzó a escribir y a buscar editores. Trabajó en The  Gentleman´s Magazine y pasó algunas penurias. Su poema London (1738) le dio cierta fama y lo acercó a Pope (su más grande figura tutelar). Sus empeños eran misceláneos: lo mismo escribía un prólogo que un tratado, podía redactar de un solo impulso un poema, o dedicar jornadas enteras a la traducción de algún clásico griego. Su energía era asombrosa, al igual que su vanidad; esa confianza lo llevó  a redactar un diccionario; obra monumental y desprolija, A Dictionary of the English Language se publicó en 1755. Las dificultades económicas no lo abandonaron y durante el resto de su vida Johnson tuvo que sortear toda clase de dificultades para poder seguir escribiendo. Los ensayos reunidos en The Rambler y The Idler dan cuenta de la diversidad temática y de su estilo formal. En 1773 realiza, junto a Boswell, un viaje por las islas occidentales de Escocia. Ambos escribirían sobre la experiencia. El relato de Boswell, The Journal of a Tour to the Hebrides (1786), es superior.  En 1781 da la prensa su famosa Vida de los poetas ingleses. Muere en 1784. A partir de ahí, el resto es obra de Boswell.
            El final de The life of Samuel Johnson es comprensiblemente decepcionante. Una obra dedicada  a la vida no puede dar cuenta cabal de la muerte. Boswell confiesa: “Tengo la esperanza de no ser acusado de afectación si declaro que me hallo incapaz de expresar todo lo que sentí con la pérdida de tal ‘Guía, Filósofo y Amigo’.” Para contrarrestar esa perdida, escribe su biografía. Su obsesión detona esta pieza maestra del género: no sólo rescatar la obra, sino la vida, aunque para ello sea preciso recurrir a la literatura, único lugar donde la muerte puede fracasar. En esta ocasión, la obra de Boswell venció a la muerte por partida doble, salvando del olvido la vida de Jonhson y también la de su biógrafo.   
(Publicado en la revista Interfolia, 2012)

sábado, diciembre 08, 2012

“Nadie me dijo que habría días como éstos”. (Un aniversario más de la muerte de John Lennon)




LA FAMA suele ser una forma de incomprensión, tal vez la peor, sugiere Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”. Y a la hora de sentarme a escribir sobre John Lennon me veo ante el riesgo de parafrasear una infinidad de cosas sabidas. Quizás la principal consista en hablar de su singularidad. Verlo como una extraordinaria excepción al destino común y opaco que acechaba a su generación, marcada por la cultura de masas y por la represión de la Guerra Fría. Destacar su talento y ponderar su buena suerte: estuvo casi siempre en el lugar adecuado a la hora precisa. Pero eso deja fuera lo más obvio: Lennon vivió y murió a la par del mundo que lo rodeaba, gozó de sus beneficios y padeció sus excesos. Creció como niño de la guerra, entre escombros y orfandad, y terminó su vida al más puro estilo de una estrella de rock. Su adolescencia transcurrió bajo la neblina de la postguerra británica y la luz distorsionada de  la ostentosa hegemonía norteamericana; su fama se forjó durante la era de rebelión civil mundial de los años sesenta. Y en la última parte de su vida, ya instalado en Nueva York, padeció la reacción política que poco a poco se fue reinstalando en el gobierno de EE. UU. (pienso en su larga lucha judicial por obtener la residencia norteamericana), y que se manifestó primero en una represión sistemática, y después en una seducción materialista: muchos de los que pregonaron un mundo igualitario en los sesenta terminaron atraídos por el discurso retrógrado y consumista de Reagan. En resumen: John Lennon nació durante un bombardeo nazi y murió abatido por las balas de un loco estadounidense. Hombre del siglo XX. La imaginación era el principal recurso; la realidad, la peor manera de despertar cada día.
Entre 1957 y 1970, Lennon pasa de intérprete a ídolo mundial; de 1970 a 1980, va de ídolo a activista, y de activista a hombre de casa. En todo ese proceso lo que más destaca es la improvisación: no había guión previo, Lennon creaba sobre la marcha, a veces sorteaba los obstáculos magistralmente, en otras ocasiones, caía en el remolino alimentado por la sobre exposición mediática y todo lo que hacía o decía se desvirtuaba. Primero fue el dominio de la técnica: reproducir lo mejor posible el rock and roll que llegaba del otro lado del océano (tiendo a creer que incluso si los Beatles hubieran grabado sólo covers habrían trascendido); luego la variación propia: configurar un sonido particular. Entre el adolescente que cantaba Be-Bop-A-Lula y el músico que interpretaba I’m a loser o Nowhere Man hay un largo trecho. Cuánta distancia también entre el primer álbum y el último de los Beatles: de Please, Please Me a Abbey Road el tramo recorrido se mide en años luz. La lectura es una forma de evolución. Y Lennon fue leyendo, entre el fárrago de la beatlemanía, su propia circunstancia.

Creo que, al final, lo que más marcó a Lennon no fue el optimismo de un mundo mejor (invocado en All You Need Is Love, Give Peace A Chance e Imagine), sino el choque con el mundo real, ése que descubre conforme la densa nube de la fama se va disipando (y como prueba quedan los temas magistrales: Crippled Inside, Mother, Working Class Hero, God y Nobody Told Me). Es el Lennon que abandona su matrimonio para instalarse con su amante oriental; el que regresa la medalla que lo “distinguía” como Miembro del Imperio Británico; el que cantaba decepcionado: “el sueño ha terminado”. El estrellato lo regresó a su condición de héroe de la clase media, ese que sobrevive y lucha con lo que tiene al alcance. El ciudadano de a pie. Esa confrontación le permitió usar su fama para tratar de cambiar las cosas. Trocar la incomprensión por un mensaje sencillo y directo. Salir y decir, hacer de su exposición mediática una forma de contracultura. Y lo interesante es que esa mezcla de ingenuidad, voluntad e intuición hoy todavía permanece. Lennon murió justo al despuntar una de las décadas más difíciles del siglo XX, imposible saber cómo hubiera reaccionado ante la implantación global del neoliberalismo, las absurdas invasiones norteamericanas al Tercer Mundo, el SIDA (visto como castigo bíblico ante el “desenfreno” de la revolución sexual), la pauperización de dos terceras partes del planeta, la caída del Muro y la recolonización norteamericana de Oriente. Algo intuía, sin embargo, al cantar, poco antes de morir: “Nadie me dijo que habría días como éstos, días realmente extraños”.