jueves, noviembre 29, 2012

¿Viaja sola?

Lina Meruane







A Víctor Barrera, un amigo en Monterrey


Hay alguien que atenta contra mi vida, yo misma.

En carne propia / Christa Wolf



Tener veintiún años y no temerle a nada, no todavía. Decir que no repetidas veces a sucesivos mexicanos que con todo respeto, sin mirarme de frente, me repitieron esa pregunta rumbo a la Ciudad de México. ¿No le da miedo viajar sola señorita? Nada de miedo. Y no iba sola. Llevaba mi cuerpo y una mochila de compañía. Llevaba también un grueso libro de historia mexicana que se perdió después, en alguna mudanza. O tal vez se quedó en México como un cuerpo extraño: una historia mexicana escrita en inglés. Me parecía indispensable, entonces, ese libro; leerlo de principio a fin, sin saltar ni un solo párrafo, subrayarlo para poder volver atrás algún día y recordar quién era yo mientras hacia esa lectura.
En esas página había también un mapa que yo había desplegado meses antes como un oráculo de papel. Había cerrado los ojos mientras dejaba caer el índice arbitrariamente sobre Monterrey. El dedo moviéndose hacia el sur como una lengua, deteniéndose en San Luis de Potosí, arribando a la capital.
Pero antes Monterrey.
Y antes: Houston.
Una muchacha de origen indio había respondido a mi aviso en busca de alojamiento por tres días en esa ciudad del sur que alguna vez fue parte de México. Su madre creyó que yo era una amiga y me brindó toda clase de atenciones: me acarreó a varios museos sin entender por qué su hija no quería venir conmigo y yo acepté porque en ese barrio elegantísimo –casas sin rejas rodeadas de enormes jardines de césped impecablemente rebanado– no pasaba la locomoción colectiva y tampoco yo podía permitirme un taxi. Apenas había podido costearme el viaje aéreo desde Massachusetts, antes. Me había pagado el pasaje no con el sudor de mi frente sino con las manos chorreando agua y la ropa estilando: mi trabajo de estudiante extranjera consistía en limpiar platos con una potente manguera que despegaba a chorro los restos de comida de los platos: los metía después dentro de una lavadora industrial que los dejaba humeantes como ardientes carbones blancos. Me había quemado los dedos durante tres meses de jornada más horas extra. De ahí salieron la mochila, el libro, la pensión india (y el transporte) más el billete de avión y luego del bus que me llevaría de Houston a la frontera. La buena señora india envuelta en su traje de seda me llevó hasta la estación y se despidió aterrada, como si yo fuera su hija y estuviera en peligro. La vida había puesto en mi camino a una madre suplente (y sin saberlo, a sueldo): la mía, mientras tanto, ni siquiera sospechaba por dónde andaba. Yo la protegía de sus miedos a mis desapariciones en países desconocidos.
¿Viaja sola?, preguntó el chofer cuando me subí. ¿Viaja sola?, repitió su asistente, interrumpiendo mi lectura, cortando en dos un boleto verde.
Atravesar el sur de los Estados Unidos en un bus lleno de mexicanos diversos; hundirnos todos, por separado, en la línea sinuosa de la carretera que cortaba en dos el desierto. La soledad y yo íbamos apoyadas ahora en el borde de la ventana, esperando, como amantes desahuciadas, que pasaran las horas. Íbamos enhebrando el paisaje con los datos que proporcionaba el libro de historia, mirando los carteles en la creciente oscuridad. Sealy. Columbus. Esa oscuridad que pronto sería total: Luling, Seguin. El bus seguía su camino. Pasaríamos San Antonio de largo, tiraríamos directo hacia el infame borde de ese país.
A cien metros nos dejó, al amanecer. Y no sé qué fue de los demás pasajeros. Solo retuve una imagen: haber caminado por un puente yermo y bajo un sol erguido. Haber cruzado la frontera, a pie, sobre el apacible río Bravo y no en sus turbulentas aguas , haciendo el camino inverso de tantos desesperados mexicanos: ese jugarse la vida a nado contra la felicidad que yo experimentaba.
¿Viaja sola?, inquirió el agente de inmigración a la entrada de Nuevo Laredo, ¿sola en este país y tan joven? ¿Chilena que viene del norte… a qué va a Monterrey si se puede saber? Contesté esquivando sus ojos, evitando una respuesta definitiva, comprendiendo de pronto la inutilidad de los cheques viajeros que yo traía en la mochila ante la posibilidad de la mordida. Me echó encima los ojos: desde las zapatillas gastadas a los jeans desteñidos, demasiado sueltos, como si además de haber adelgazado en ese momento me hubiera encogido. Me lanzó a la cara sus ojos morenos. Sola. Y por qué no, pensé en silencio, sosteniéndole la mirada. El agente timbró mi pasaporte y me lo devolvió como se devuelven en viejas películas del oeste. Con un amable hasta luego señorita, con un cuídese.
El comerciante de gallinas buscó a mi invisible compañero antes de preguntar si el asiento iba desocupado. Se desprendió de sus jaulas y se acomodó junto a mí, salpicado de plumas que cayeron también, lentamente, sobre el libro cerrado. El bus se llenó lentamente y pronto apareció el paisaje desértico que tantos años después ya no logro evocar pero que reconozco en las noticias: esa plácida carretera es ahora zona controlada por Los Zetas, un punto de repetidas desapariciones que el estado mexicano desatiende.
El cielo se fue nublando, volviéndose una garúa leve que había empapado la Central de Autobuses de Monterrey. Sé, ahora, que la Central es una leyenda literaria creada por autores como Joaquín Hurtado, como Eduardo Antonio Parra y Antonio Ramos. Autores que yo no oiría mencionar, que no leería, hasta mucho mas tarde. Me bajé en esa estación húmeda, sucia, acaso sórdida, donde dormitaba algún borracho, y busqué un lugar donde dejar mis cosas y pasar la noche. Las señoras de una taquería callejera me indicaron por donde debía ir. Me metí en el primer hotel que encontré. Mi presupuesto tenía severas restricciones y el precio me pareció inmejorable. El recepcionista del hotel, que entonces me pareció mayor, y algo sombrío pero educado, anotó mis datos en el libro de huéspedes, copio el numero de mi pasaporte y repitió la pregusta en ese hotel que parecía abandonado: ¿Y no le da miedo, señorita? Ese hombre algo huraño pero amable me seguía dificultosamente por los angostos escalones que llevaban hasta la pieza oscura, sin ventanas, con un baño tan pequeño que desde dentro no se podía cerrar la puerta. Tampoco había ducha. Tuve la pasajera impresión de que don Luis –eligió ese lugar para presentarse– estaba incómodo mostrándome la habitación, los sudores depositados en esa cama por cientos de huéspedes, los susurros estampados en las paredes, el papel raído. Volví a mirarlo y le sonreí. Él me devolvió una extraña mueca de amabilidad. Insistió en que caería una noche fría y que sin duda alguna yo necesitaría otra manta. Yo ya había decidido dormir vestida mientras él insistía en que me dejaría una en la pieza cuando yo saliera. El hambre me recordó que yo no tenía más que cheques viajeros y unos pocos dólares en una zona improbable para las transacciones. Además, era una tarde de domingo.
Atrás dejé hoteles, baños turcos, salas de masaje, comercios cerrados, y el metro elevado de la ciudad; pasé por cantinas de mala muerte y cafés cerrados. Siempre en línea recta para poder regresar cuando se hiciera de noche. Líneas rectas en todas las ciudades que no fueran Santiago, porque mi mapa mental solo funcionaba allá, reconocía aun sin verla la cordillera, sabía por dónde corría el río Mapocho y en qué dirección estaba el mar. No en Monterrey: por eso la línea recta, la atención a los carteles, a todos esos nombres que luego olvidaría.
La ciudad estaba encapotada y una lluvia fina iba mojándome lentamente. La suerte fue encontrar la oficina de información turística y encontrarla abierta. Un muchacho alto y delgado y bastante pálido sonrió al verme entrar, y sin preguntarme si andaba sola, sin preguntarme si me apetecía, me sirvió un café con bastante azúcar y me extendió un mapa del centro: estas son las calles que te interesa recorrer, dijo, y esas fueron las que visité después de rellenar una planilla con mis datos. Esa hoja de papel con mi nombre y procedencia justificaba su puesto de trabajo.
La Zona Rosa iba perdiendo sus colores a medida que la luz se extinguía bajo esa lluvia que me recordó a Santiago. Caminé por el barrio antiguo ya a oscuras y emprendí el camino de vuelta, con el estómago vacío, sin plata, casi, para llegar al D.F. El recepcionista levantó la cara y se alegró de verme. Tiene un mensaje, me dijo. Un mensajito, dijo casi eufórico, como si hubiera ganado una apuesta, como si hubiera confirmado una sospecha y le hubiera quitado un peso de encima. La acaba de llamar el señor Luis. Me reí de la ocurrencia, pero el hombre preguntó, como confirmando lo que ya sabía, lo que estaba anotado en su libro. ¿Usted no se llama… Lina… Meruane?. Dijo, descifrando su propia letra en el recado. Me llamaba Lina. Me apellidaba Meruane. Y tenía a alguien en Chile llamado Luis que no había sobrevivido a la distancia. Ni él ni nadie sabía dónde andaba, sin dinero, sin comida en el estómago, sin ducharme. Don Luis me acercó el auricular para que yo marcara el número de ese otro Luis. Es una broma, pensé. Este don Luis se está burlando de mí,, pero el teléfono sonó un par de veces al otro lado y una voz que de pronto me pareció cercana, conocida, contestó.
¿Qué Luis?, pregunté confundida. A don Luis se le iluminó la cara. Habría jurado que no conocía a nadie en esa ciudad, salvo al recepcionista que tenía enfrente. El Luis del auricular era el muchacho de la oficina turística que ahora me invitaba a comer y a dar una vuelta. Y por qué no, pensé, con un hambre perversa que me impedía pensar.
Pasó a buscarme en un auto antiguo, pura carrocería cercana a la chatarra pero con el brillo aparatoso de un Buick, y me llevó por la ciudad nocturna, me invitó a comer tacos callejeros que devoré sin temer enfermarme y ofreció cambiarme los cheques viajeros con una gente amiga suya en un hotel de lujo. Entró con mis cheques y regresó con pesos mexicanos que yo no conté antes guardarlos. Luis parecía tomarse muy en serio su trabajo como guía de la ciudad. Quiso mostrármela desde la cima de un cerro, el de la Silla o el del Obispado (miro el mapa de Monterrey, y veo que, como Santiago, está rodeado de cerros, nace a los pies de la Sierra Madre que en el sur llamamos Cordillera de los Andes). Era una vista festiva pero fantasmal, las luces de una ciudad adormecida. Y entonces Luis me preguntó (sí, él también) por qué viajaba sola. Y estaba muy oscuro pero yo alcanzaba a ver sus dientes, sus labios húmedos chupando su cigarrillo. Yo nunca le permitiría a mi hermana irse por ahí. Menos en México. Eso dijo. Y por qué noche, que no había razón para temerle a los mexicanos. Yo no tenía ninguna. No quería escuchar las razones del miedo. Luis, le dije entonces, ¿ya nos vamos? Salgo temprano mañana y ya se hizo tarde. no, pensé, mientras él apagaba la colilla. Y no había nadie más que nosotros dos contra el fondo iluminado, a lo lejos, de ese país hermoso y triste. Luces lejanas como estrellas fugaces en el parabrisas del coche. Me preguntó si de verdad no me daba miedo, y sé que sonrió como si supiera algo que yo no sabía. Yo había dejado de mirarlo. Luis había apagado las luces de su auto. Abría la ventana y pensé entonces, respirando el aire fresco de la de la noche, que no había razón para temerle a los mexicanos. Yo no tenía ninguna. No quería escuchar las razones del miedo. Luis, le dije entonces, ¿ya nos vamos? Salgo temprano mañana y ya se hizo tarde.

jueves, noviembre 22, 2012

Perder el mundo y ganar la lectura


Voy  a comenzar diciendo que celebro mucho la elección del tema para esta reunión de hoy. La experiencia de la lectura. Un tópico que parece simple, casi todos tenemos alguna relación con ella, incluso quienes  crecieron en hogares sin libros o sólo leyeron esporádicamente. Si reparamos un poco más en esta idea, sin embargo,  veremos que surgen infinidad de variantes, diversas coyunturas que envuelven el proceso de la lectura y la construcción de eso tan peculiar que llamamos experiencia.  Es preciso añadir, además, que de un tiempo a esta parte, la lectura parece ocupar un lugar preponderante en los asuntos públicos y en los contenidos de los medios masivos de comunicación; aunque, bien mirado,  ese interés se queda, la mayoría de las veces, sólo en  la falsa perorata, en la tibia justificación de algunas políticas culturales fabricadas  con celeridad -literalmente: al vapor-  y sin ningún tipo de mediación crítica. Supongo que muchos de ustedes habrán visto los carteles en los paraderos de autobuses o en las estaciones del metro donde, una asociación empresarial,  recomienda 20 minutos diarios de lectura. Leer es bueno, asumen –o presumen-, pero nada dicen de los modos de hacerlo ni de los contenidos. ¿Cómo leer y qué leer? ¿Dónde  y por qué hacerlo? Porque al hablar de lectura traemos a colación una gran cantidad de perspectivas teóricas y pragmáticas, que implican desde los aspectos técnicos de la reproducción y la conservación de los textos hasta los más íntimos y diversos procesos de comprensión, entendimiento y reacción ante lo leído.  Y tal vez la contradicción reside en el hecho de que a pesar de que la lectura es, en cierto sentido, un vínculo directo con lo público (léase lo histórico, lo estético, lo religioso y lo político) y el cimiento de casi cualquier proceso constitutivo o pedagógico, en realidad significa una actividad individual y personal, una sutil manera de darle la espalda al presente y su supuesta inmanencia. Pero ese gesto, irónicamente, no es atemporal sino concreto, histórico.  En ese breve distanciamiento reside buena parte de la formación de nuestro criterio, pero también una parte sustancial de nuestra biografía, de nuestra educación sentimental y letrada. Es el momento en que nos perdemos del mundo y nos configuramos o reconfiguramos  simbólicamente.
            Hablaré brevemente de mi experiencia en el ámbito de la lectura con la intención de tratar de reconstruir algo más que mi propia lista de títulos y autores; pretendo restituir una parte, seguramente pequeña,  del registro difuso de conductas lectoras que rigieron en mi generación. Voy a intentar  separar los diversos ámbitos en donde realizo esta actividad, pues, por mi profesión, la lectura forma parte fundamental de mi trabajo y, en buena medida,  gracias a ella pago, parafraseando a Machado, la casa donde habito y el lecho donde yago. Me ocuparé, por tanto,  de las lecturas formativas, las que, en buena medida, contribuyen a la formación (a la invención) de la identidad individual. Antes, sin embargo, haré una breve digresión sobre la condición histórica del acto de leer, pues como acción representa una práctica materializada en hábitos, en soportes, y vinculada a los objetos escritos.
La imagen y el personaje del lector son figuras  recientes en la historia de la cultura occidental. Pues si bien la práctica de la lectura es milenaria, su masificación e interiorización  comenzaron a darse sólo durante el traslado de la Edad Media al Renacimiento. En el pasado era una actividad pública (se leía en voz alta), vigilada y controlada por organismos administrativos y religiosos.  Es famosa la referencia de San Agustín a San Ambrosio, obispo de Milán: la primera persona que el  filósofo de Tagaste vio leer en silencio. San Agustín describe lo inquietante de la escena, Ambrosio recorre las páginas en silencio, profundizando en el tema con los ojos y el corazón, dice, y dejando descansar a la voz y a la lengua. La imagen le perturba: qué pasará por la mente de Ambrosio; San Agustín especula varias respuestas, la que más me gusta tiene que ver con la necesidad de apartarse del “tumulto de los asuntos ajenos” y dedicarse a la introspección.   Entonces quedó registrado lo que Edward Said llamaría muchísimo tiempo después como “conducta textual”, esto es, la relación especial que establecemos con los textos que leemos y que se manifiesta en la manera en que los utilizamos para interpretar al mundo.
La invención de la imprenta disparó una infinidad de posibilidades  de lectura. Y sobre todo, la convirtió en una acción personal, aunque su alcance nunca ha sido igual en todas las regiones.  Los lectores disidentes y utópicos comenzaron a confrontar las imposiciones  de credos y gobiernos. Personajes reales e imaginarios figuran como lectores rebeldes: Moro, Hamlet, Cervantes, Montaigne, Bacon, Alonso Quijano.
Durante la era moderna, la lectura fue instrumento de saber, de un saber enciclopédico y con tendencia al orden.  Herramienta del discurso científico, del conocimiento positivista. Se consideró al libro como  objeto unidimensional, con un saber denotativo y preciso. 
El encumbramiento del lector llegó en la década del sesenta, a pesar de que el interés fenomenológico por la lectura había despertado, al menos en Alemania, un par de décadas antes, con la famosa teoría de la recepción. No hace falta recordar la famosa sentencia de Roland Barthes cuando declaró la muerte del autor y el nacimiento del lector: un lector abstracto y con tintes sospechosamente universalistas, o la propaganda a favor del “lector ideal” que unos años después realizó Stanley Fish, con una extraordinaria competencia lingüística, semántica y literaria.  Ambos diseñan conductas hegemónicas de lecturas en el justo momento en que la noción de sujeto es puesta en duda.
Así, pues, los que comenzamos a leer en la segunda mitad de la década del 70, y en la conflictiva y trastocada América Latina (sumida en el autoritarismo y la crisis), nos enfrentemos, sin saberlo entonces,  a dos grandes discursos sobre la lectura: uno, que podríamos llamar oficial, o mejor, institucional, nos decía que leer era una herramienta de conocimiento (una manera de reproducir y memorizar la información); el otro, que se movía a nivel más subterráneo pero perceptible ya en buena parte de la literatura contemporánea, sostenía  que la lectura era una actividad difusa, relativa, subvertida  y creadora.
Mis primeras lecturas tiene con ver con el ámbito familiar, mi padre era un gran lector y tenía una pequeña pero bien surtida biblioteca. Estaban ahí muchas de las enciclopedias y colecciones editoriales que abundaron en las casas de la clase media de  América Latina durante los años cincuenta y sesenta. Ahí devoré el “Tesoro de la juventud”, con reportajes, notas de todos los temas y su maravillosa sección de cuentos y poemas;  y la “Biblioteca Juvenil” de Grolier, en donde descubrí mis primeros clásicos: Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, Los tres mosqueteros, Las aventuras de Tom Sayer y una versión  resumida de los Viajes de Marco Polo. Había también ediciones infantiles sobre mitología griega, la cual se volvió una obsesión para mí, hasta el grado de aprenderme de memoria la genealogía de los dioses del monte Olimpo. Leí, por aquellos tiempo, todo lo que tenía a mi alcance: revistas e historietas, recuerdo con nostalgia la revista Duda  con sus  historias de Ovnis y  su genial sección “Noticiero de lo insólito”, que me parecía alucinante: registraba (o inventaba, más bien)  los acontecimientos más extraños del universo. Pero también estaban el infaltable Libro Vaquero y el Condorito, además de la versión regiomontana de Mad.  Sin contar las revistas deportivas de béisbol y lucha libre, mal impresas y siempre con títulos rimbombantes.
Fue en la adolescencia, sin embargo, donde las lecturas fueron más definitorias. Entonces leer se convirtió para mí en una actividad significativa, un paliativo ante la realidad que encontraba cada día más absurda, hueca y sin mucho sentido. En los ochenta, el país estaba en bancarrota, la dichosa crisis de Medio Oriente seguía igual de desatada que hoy, la intolerancia era moneda común, y, para colmo, no había televisión por cable.  El tráfico subterráneo de libros, discos y videos era fundamental para sobrevivir al tedio.  Como todo adolescente que se precie de serlo, yo no tenía ni la menor idea de lo que sería mi vida, sólo sabía las cosas que no me apetecía ser. En ese “mar de confusión” leí con devoción a Camus, a Hesse, a Borges, a Papinni, a Dostoievski, a Chéjov, a Joyce, a Kafka. Amé  los antihéroes, las historias sin clímax y sin  finales felices, los momentos de incertidumbre, los quiebres  temporales, la renuncia a la narración lineal, la poesía de Whitman, la poesía contracultural de Ginsberg, los ensayos de Emerson, Thoreau y Chesterton, la irreverencia de Henry Miller y de Nabokov, los diarios de Paul Guaguin, la correspondencia de Van Gogh a su hermano Theo.  Sentí como propias las desventuras y los desamores de Ana Karenina, Madame Bovary y Charles Swann. Y natural empatía por Bartleby, Sthepen Dedalus, Demian y Harry Haller.
Como se observa con facilidad, mis preferencias tenían que ver con la literatura moderna;  tal vez porque me identificaba con esa locura y esa crisis existencial que envolvieron los últimos años del siglo XIX y muy buena parte del XX. ¿Dónde quedaba la esperanza en el progreso? No hacía falta ser devoto de la postmodernidad para darse cuenta de que algo había salido mal. Nuestras naciones latinoamericanas eran una prueba fehaciente de la inadecuación entre el discurso racional del Estado y la realidad múltiple y heterogénea. Y sin duda fue en la lectura, en ese apartamiento de los tumultuosos asuntos mundanos, donde nos percatamos de esta absurda condición.
Supongo que me hice lector, o mejor dicho, que confirmé mi vocación hacia la lectura porque, una vez dentro de esa vorágine de posibilidades lingüísticas e imaginativas, ya no había vuelta atrás. Eso fue lo que causó mayor impacto en mí: la transformación que seguía a las horas de lecturas. No había experimentado nada igual, ni con la televisión ni con la radio.  Después de terminar alguna novela, algo quedaba en mi cabeza dando vueltas, y no eran los grandes momentos descritos, ni siquiera los desenlaces sorpresivos, sino las pequeñas partes, esos instantes donde en apariencia todo está quieto, pero ya nada es como había sido antes.
Creo que podría afirmar que la lectura me salvó, me rescató de la absurda inercia de un mundo en franca decadencia, y que me ha salvado de nuevo en estos últimos tiempos de violencia y sinrazón. No puedo afirmar en cambio que ella me ha garantizado la felicidad o el bienestar; sólo puedo confesar que  me ha dado la posibilidad de hacer y pensar otras cosas, de confrontarme con todas las contradicciones que me habitan. Pero, créanme, con eso me basta y me sobra. 

lunes, noviembre 19, 2012

Carlos Fuentes



Han pasado algunos meses, sin embargo, la sensación permanece; todavía no aceptamos plenamente el acontecimiento. La muerte de Carlos Fuentes fue, en muchos sentidos,  una sorpresa para la comunidad cultural iberoamericana; pero quizá fue más sorpresiva para él mismo. Fuentes no pensaba ni en la muerte ni el pasado (salvo como asuntos literarios). No se dio tiempo de percatarse de su  propio envejecimiento, si acaso  lo tomó como un desafió deportivo: un ejercicio de resistencia. Tenía 83 años, pero no se ocupaba de las convenciones de la edad: postergaba la partida aporreando su máquina de escribir.  Durante casi sesenta años, Fuentes había sido una presencia palpable. Ahí estaban sus obras monumentales, su férrea disciplina (escribía a diario, desde el alba hasta el mediodía), su vida pública, sus errores y sus aciertos. Era la viva personificación, para bien y para mal, de la profesionalización del escritor latinoamericano. Un nuevo tipo de intelectual que daba por hecho la mayoría de edad de la cultura latinoamericana y no se conformaba con reproducir comportamientos folclóricos: un personaje altivo que entró sin permiso ni invitación al Banquete de la Civilización y se dispuso a hablar.
Porque para Fuentes todo era digno de reflexión y exposición. Y eso lo confirmamos ahora, cuando, después de la sorpresa, asimilamos la dimensión de la pérdida. Fuentes es un universo literario propio, con sus logros y sus fallas, sus montañas y sus abismos.  En cualquier caso, su escritura fue una apuesta total, y nunca se quedó a medio camino. Desde la aparición de Los días enmascarados en 1954 hasta la fallida novela corta Vlad (2009) no hay medias tintas. La fuerza de su voz narrativa fue su signo, su emblema: la distinción al iniciar su carrera y el principal motivo del rechazo de sus pares actuales.
            La irrupción de Fuentes en el “mundillo” literario mexicano de los años cincuenta fue, en cierto sentido, estrepitosa. La narrativa estaba apenas dando sus primeras señales de evolución: en 1947 Agustín Yáñez había publicado Al filo del agua; un poco después Juan José Arreola comenzaba a publicar sus relatos fantásticos; y para la primera mitad de la siguiente década Juan Rulfo confeccionaba sus dos obras inmortales. Fuera de eso, sin embargo, la mexicana era, podríamos afirmar sin caer en la exageración,  una literatura “provinciana”, de corto alcance. La región más transparente (1958) reinstaló a la ciudad de México como posibilidad expresiva y como modelo de experimentación formal (antes de él, sólo los poetas modernistas finiseculares y esos escritores de vanguardia, conocidos como  “Contemporáneos”, en la década del veinte,  se habían ocupado de ella, aunque de manera eufórica y festiva: era, para ellos,  el espacio de la modernidad). La novela expone, como nunca antes,  la gran contradicción entre los proyectos modernizadores de los gobiernos posrevolucionarios y la heterogeneidad cultural. Infinidad de capas temporales sobrepuestas. La historia mexicana como un gran ejercicio de ficción y de imaginación barroca. La primera novela de Fuentes lo reveló como un escritor arriesgado y de vasto aliento, aun cuando su segunda entrega, Las buenas conciencias (1959), tuviera una factura mucho más tradicional (pero ejecutada con gran maestría). Era un camino sin retorno.
            Vinieron enseguida tres grandes trabajos que marcarían su carrera: Aura (1962), La muerte de Artemio Cruz (1962) y Cantar de ciegos (1964). Tres registros de la narrativa: el relato, la novela y el cuento. Y Fuentes, como atleta de alto rendimiento,  acertó en los tres. Sus constantes  eran la variación y la confianza en su propia voz.
            Ese despliegue escritural coincidió con el “reacomodo” de las literaturas hispanoamericanas en el orbe occidental. El llamado Boom se conformó de narradores que, como Fuentes, estaban haciendo uso (apropiando) diversas tradiciones literarias y artísticas de  Occidente, y al hacerlo renovaban el género.
            La confianza de Fuentes se trasladó al ensayo (un territorio más propicio para la intuición y la duda), donde comenzó  a trabajar, de manera más o menos sistemática,   una serie de ideas en torno a la cultura y la historia de México y América Latina. La nueva novela hispanoamericana (1969), Tiempo mexicano (1971) o Valiente mundo nuevo (1990)  demostraron su vitalidad como lector, pero a veces cayeron en afirmaciones y “certezas” que endurecieron su prosa ensayística. El deseo de establecer la universalidad de nuestras culturas lo hizo perder de vista ciertas particularidades fundamentales.
            Esa voluntad totalizadora impregnó la última etapa de su vida creativa (de Cristóbal nonato -1987- a sus últimas publicaciones). Fuentes quería decirlo todo y decirlo en un solo instante. Sin embargo, el ámbito literario había cambiado. Ya no eran los días de la experimentación formal del Boom (donde los principales narradores “marcaban” la pauta para el posterior desarrollo de la industria editorial). Ahora la literatura latinoamericana estaba más expuesta  a las demandas del mercado y Fuentes no pudo  librar y ganar todas  las batallas entre las necesidades creativas y las imposiciones mercantiles.
            Lo destacable fue que no claudicó,   que  no se durmió en su fama. Una y otra vez volvió a correr riesgos (un comportamiento inusual para la mayoría de sus nuevos colegas, atenidos a las expectativas de las industrias culturales);  una y otra vez dijo lo que pensaba y trató de actuar en consecuencia. Para unos era ya un personaje anacrónico; para otros una figura totémica. En realidad nunca dejó de ser lo que fue: un escritor de tiempo completo.  Un escritor al que echaremos de menos.