martes, agosto 14, 2007

El primer caso de un detective salvaje:
Roberto Bolaño y la literatura mexicana



Amanece en la ciudad y un joven de escasos quince años contempla, a través de un sucio ventanal, el paisaje desolador: azoteas, tinacos y ventanas cerradas. El monstruo de mil calles bosteza y prepara su anónima rutina. El joven se da la vuelta y, de espaldas al mundo, apenas se reconoce en el espejo opaco. Un nuevo y efímero hogar provisional, un nuevo país. Poca novedad. Atrás queda una ristra de pueblos perdidos en la región central chilena: rastro de la vida itinerante profesada por sus padres...
Esa lejana mañana Roberto Bolaño iniciaría, en aquella casa de la colonia Lindavista de la ciudad de México, un periodo vital en su vida. Su gestación como individuo; su búsqueda como escritor. El año: 1968. Exiliado anticipado: no perseguía una identidad fija, sino una experiencia múltiple. El mundo era la posibilidad y la escritura: la manera de asirlo, de detenerlo por un instante. La escuela estaba en la calle y la literatura se aprendía en los cafés. Bolaño vio y escuchó, aprendió a ser transparente y no proyectar sombra alguna. La transformación estaba por venir.
El ingreso al universo literario es algo parecido al arribo a una gran metrópolis. Hay calles, casas, conventos, autopistas, condominios, espacios sagrados y arrabales, parques perdidos y mausoleos desoladores. Pero sobre todo, existe la presencia desbordante del conjunto. Cada escritor, cada libro es parte de una comunidad mayor, y los límites terminan por borrarse. De golpe, miles de años de escritura caen sobre el recién llegado como catarata. Bolaño entró de golpe en el ojo del huracán. La literatura mexicana vivía entonces el punto más alto del gran debate entre los seguidores del añejo nacionalismo cultural y los partidarios de la “universalización” del arte (debate que podríamos considerar “cíclico”, pues se ha desarrollado en diversos momentos). Veteranos narradores de la Revolución contra jóvenes iconoclastas. El mundo era ya otro y la relación con la “tradición” había cambiado drásticamente. Todo se desacralizaba y cualquier lector en formación podía acceder al vasto catálogo de la literatura mundial. Podía leer a Herman Hesse y Thomas Mann o Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti; a los simbolistas franceses o a los estridentistas mexicanos.
La gestación como escritor comienza, así, con un paso básico: la conducta como lector. En México, Bolaño se transforma en un devorador de libros. Lee todo y en desorden, establece relaciones inauditas entre poetas malditos y novelas policíacas de segunda categoría. Aprende el arte de hurtar libros: ritual de iniciación para cualquier lector con vocación y sin recursos. Su familia comienza a desintegrarse y él abandona en secreto los estudios secundarios para refugiarse en los parques, desde cualquier banca de metal oxidado atiende a la literatura y la vida, más aún: descubre que, con frecuencia, estos dos términos se confunden, y de pronto uno no tiene sentido sin el otro y viceversa.
El adolescente Bolaño crece solitario y se sube al último vagón de las utopías latinoamericanas (un tren que marcha ya sin locomotora). El postrer impulso de coherencia y consecuencia lo hace regresar a su país para participar del cambio revolucionario del presidente Allende. Allí vive en carne propia el comienzo del fin impuesto. En ese Santiago gris y bombardeado toca fondo y ve por un instante la luz negra del horror. Vuelve a México como de ultratumba. Termina así la etapa prenatal. Es ya un escritor en potencia y como tal se instala en el margen de la vida literaria mexicana. Muy lejos de los reflectores y de la relaciones influyentes. Polizón arrogante: no acepta la humillante búsqueda de estrategias de padrinazgo. Pronto se percatará de que su desencanto no es individual: hay una legión de automarginados que padecen la literatura y la vida con igual desenfado. El movimiento Infrarrealista ha surgido y los conjurados se reconocen por el estigma de su circunstancia..
Como vanguardia desfasada, este grupo une sus voces para declarar una guerra estridente al interior de la vida literaria mexicana. Comparten, más que un credo estético, la misma decepción: no aceptan los rituales de ingreso. Los infrarrealistas forman su propia visión de la tradición y de la historia de la literatura. Reivindican y crean sus propios modelos (Los detectives salvajes es la magistral puesta en ficción de este proceso). Bajo la superficie, trabajan como topos para establecer nuevas relaciones. “Subvertir la cotidianidad”, afirma nuestro autor en el Primer Manifiesto Infrarrealista (fechado en 1976). Sus cómplices son todavía negras sombras de nuestras letras y su enumeración suena a letanía que se extingue: Mario Santiago, Cuauhtémoc Méndez, Bruno Montané...
En sus inicios, la producción infrarrealista es más irreverente que creativa. El despecho visceral los hace repetir los lugares comunes del “parricidio literario” (odiar a los escritores consagrados y escribir para aniquilarlos). Su voluntad no basta y pronto entienden que la lucha será larga y sin tregua. Se dispersan. Pasarán muchos años para que el joven Bolaño transmute esa experiencia germinal en materia de creación y haga de la reescritura de su vida una de las muchas historias alternativas de la literatura latinoamericana. Cuentos como “Gómez Palacio”, “El ojo Silva” o “Últimos atardeceres en la tierra” dan cuenta de este proceso. Bolaño escribirá, desde el centro editorial de habla española (Barcelona), hacia ese mundo olvidado: la vida literaria mexicana y su actuación dentro de ella. No perseguirá la promoción, sino la memoria, o mejor: hará de los alcances de la publicidad editorial una estrategia para rescatar páginas y movimientos perdidos. Será la reivindicación que ningún crítico o historiador podría realizar porque sólo él conoce las claves. Más que subvertir la cotidianidad, subvierte la historia literaria; crea un pasado posible y a través de él otorga sentido a su poética.
Bolaño reafirmó en México su condición fantasmal: recorrió pueblos, impartió o inventó talleres. Y un buen día se marchó de México para siempre. Él confesaría, años más tarde, que se fue por desamor, para no terminar colgado de un árbol seco y solitario. En realidad huyó por el contagio de una enfermedad mayor: la literatura.