martes, noviembre 04, 2008

Presentación de Circo romano, de Guillermo Meléndez


El circo es la sublimación, o mejor: la parodia del escenario público, siempre urbano, pues a donde va, así sea la aldea más remota, lleva consigo a la ciudad con su tiempo lineal y su lenguaje heterogéneo y contradictorio. Sátira de nuestra inherente condición bárbara; puesta en escena de la tácita incapacidad humana para la civilización. La espectaculización de los instintos más básicos. Un sutil desplazamiento que nos trasforma de protagonistas a espectadores, porque lo que se desarrolla en la pista es la proyección de nuestros sueños y pesadillas más recurrentes. Allí estamos, con máscaras que nos ocultan y a la vez nos muestran de cuerpo entero; estamos en las gradas y en las pistas, en las jaulas y en los aros de fuego. La vida diaria es un salto sin red. A veces alcanzamos el trapecio, a veces no.
Malabar vuelto poesía o poesía convertida en la función principal, Circo romano, de Guillermo Meléndez, es, entre otras muchas cosas, el gran canto de la ciudad; la ofrenda otorgada por uno de sus anónimos habitantes (por uno de sus espectadores más atentos) a lo largo de más de dos décadas de paciente escritura y reescritura. Es, por ello, una gran invitación. Ocupemos nuestra localidad y veamos el programa. Aceptemos el reto veamos este desfile de rostros y gestos, de muecas y lágrimas.
Circo romano constituye, en rigor, un extenso e intenso poema panóptico que nos observa y nos contiene. Y, como el mismo circo, es una obra itinerante. Canto trashumante que transita por los rincones más apartados, levantando carpas multicolores en solares baldíos, congregando multitudes sin rostro y llenas de voces.
Predispuestos en forma circular, el poema nos presenta un desfile de personajes y voces: mujeres barbudas, payasos tristes y reflexivos, tigres, palomas y leones, magos sin magia, siameses condenados a la confrontación perpetua, gladiadores, fantasmas, acróbatas suicidas, escritores magistrales y a la vez marginales, y, al final, una multitud de observadores que, al mirar, terminan por contemplarse a sí mismos. Al no poder participar del secreto de la ciudad, sugiere Meléndez, nos volvemos espectadores (estamos condenados a serlo):
“Me deja boquiabierto
Con mi asombro por lo grotesco roto
Y quedo como testigo idiota
De la ronda fraterna del miedo y el engaño, de la broma
Y de mi sed que reclama un barril de cerveza.”

Pero, ¿cuál es nuestro acto supremo? Como personajes kafkianos, somos partícipes de una función que nos sobrepasas. No sabemos –aunque podemos sospecharlo- para quién actuamos finalmente. Simplemente las puertas se abren y salimos a la arena con los ojos encandilados. De esta manera, los habitantes de la urbe nos volvemos, para poder sobrevivir, en gladiadores. Y nuestra lucha y agonía sempiterna apenas entretiene al César, al emperador de concreto y acero. Los que vamos a morir te saludamos:

“Siempre existen maneras de combate
Hacer o no hacer es una lucha.
La mía no es la de Espartaco
-no podría escupir el bigote de la bruja
Que exige energía en mi trabajo.
No podría cortar la yugular del alcalde que me multa
Por no atender las luces del semáforo.”

Tras la lectura, una confirmación. Guillermo Meléndez otorga aliento literario a la ciudad, la dota de una densidad verbal que la trasciende y la vuelve un poco otra cosa; sus versos celebran y condenan sus miserias, encuentran la belleza del instante. Su poema es canto de tinta y sangre, de lluvia y llanto. Aquí no hay espacio para la redención, la ciudad es el purgatorio que esconde entre sus calles y parques trozos de infierno y cielo, escamoteados, al acecho de los que deciden andar por una sola vía. Y he aquí nuestra condena: estamos condenados a vivir (y morir) la ciudad, a padecer su indiferencia; y sin embargo somos nosotros –los anónimos habitantes- el fuego que la alimenta
Meléndez recrea y reflexiona, su poesía es creación crítica con su buena porción de humor e ironía. Nos habla de una sabiduría heterogénea, cultivada en las calles, en amores y apuestas perdidos. Filosofía de panes y cerveza. Poética de la catástrofe cotidiana, aquella que se repite de forma distinta noche tras noche, personificada en algún demonio o en el amargo recuerdo de un desencuentro. Es la sempiterna lucha de Jacob, la esencia de poesía, esto es, su confrontación con ella misma. Príncipe del insomnio y la mejor de las malas compañías, sus versos nos sacuden porque no buscan ni la identificación ni la confesión: brotan porque sí, porque no pueden detenerse. Torrente de palabras, de evocaciones. Canto de sirenas eléctricas que parten la noche en dos:
“Des hace años yo creo
En mi verdad etílica,
Payaso vagabundo robachico
Ningún mal nombre me preocupa;
Estoy orgulloso de mi canción nocturna
Que recibe como premio insolente
El lanzamiento de un zapato.”
Como poema de largo aliento, Circo romano despliega, o mejor: confirma la poética de Meléndez. La confirmación, sin embargo, no radica en la repetición sino en la exploración continua. Obra lograda con maestría, pero también con dolor e ironía. El dolor de la inteligencia, la ironía de la crítica (de la auto-crítica), y el llanto ante la belleza de las cosas perdidas, o de la pérdida constante. Ese equilibrio de fuerzas evita el tono nostálgico. Hay algo en su poesía que parece confirmarnos que siempre hemos sido decadentes. Vivimos perpetuamente la catástrofe: el sinsentido nos acecha constantemente, tal vez sólo en las palabras (que irónicamente nos condenan al mismo tiempo a un laberíntico universo discursivo) parecen poder salvarnos, al menos por un momento, de ese inevitable instante en que seamos nosotros el patético entretenimiento de la multitud:
“Saltaré hacia la calle
Para que los viandantes se reúnan
Al derredor de mi cadáver.
Ya no quiero guardar
En frascos mi excremento
Ni sacar la lengua al idiota
Que escudriña mi garganta y se asombra
Como si alcanzara a mirar
El dragón que chamusca mi hígado.”

Entre el ser y el acontecer, entre el decir y el hacer de las palabras: he aquí los espacios por donde transita el poema, en un vaivén armónico con la propia creación. Función permanente, que anda sin descanso exponiendo su oscura sustancia. ¿Cómo salir de este laberinto urbano? ¿Cómo escapar de este espacio catastrófico instalado tras un ya lejano Apocalipsis? Tal vez en la recreación de instantes sublimes (reales o imaginarios), en la evocación o invención de otros tiempos (territorios perdidos para siempre). El poeta sabe que es imposible recuperarlos (tal vez porque nunca jamás existieron), pero al trasladarlos al universo de las palabras se vuelven paliativos contra el dolor que a diario nos inyecta la indiferencia de la ciudad y sus múltiples rostros:
“Fantasma, cuando eras mi sombra
Me seguiste fiel en la derrota
-toleraste mi torpeza romántica
Los himnos que declamé a las piedras.
Recuerdas cómo pude traer
El torrente del Rhin al Santa Catarina,
Cómo los mezquites de la avenida leones
Se me hicieron abedules de Suabia.
Recuerdo cuando canté a mi amor
Con palabras prestadas
Y sin que me escucharas yo le dije
-Diotima Selig wesen
Fantasma, te he dado varios nombres
-Infancia convertida en jacinto,
Dragón que no busca pareja e insaciado se extingue,
Amor que termina opacado
Por un coro de arpías vociferantes.”

Circo romano, como toda gran obra, nos deja transformados, ahora somos un poco menos nosotros y algo más del resto. Las certezas se diluyen, las sombras crecen y aparecen los fantasmas. Hemos presenciado el espectáculo más sublime, el de la creación. Las palabras han cambiado nuestro mundo. Ha llegado la hora de dejar nuestra localidad, de dejar de ser espectadores y pasar a la pista. ¿Estamos listos para nuestro propio espectáculo?